*Versión Audiorelato por «Terror y Nada Más»
Y aunque ya nadie lo llama así, salvo Segadora, hubo un tiempo en el que fue conocido como Prometeo. Pero eso fue antes, mucho antes, de estar encerrado en la Sala del Acero por toda la eternidad; en aquella época distante y olvidada, en la que aún era un hombre y caminaba entre sus iguales.
Semidiós, persona, monstruo… ahora era todos esas cosas… y ninguna.
Su cuerpo seguía siendo el de un hombre fuerte, con la peculiaridad de las espinas metálicas que asomaban por algunas de sus articulaciones. Sin embargo, su cabeza apenas podía reconocerse humana: carne y hueso se entremezclaban para formar una máscara aterradora, donde músculos y arterias palpitaban a la vista, como si hubiese recibido un baño de ácido. En su mano derecha portaba un hacha de doble hoja, y en la izquierda una espada pesada con parte de su filo dentado. Todo él estaba cubierto de sangre seca.
Prometeo caminaba sobre el enrejado del suelo y, de pronto, sintió frío. Era la señal. Ella se acercaba de nuevo. Y, en efecto, como un espectro envuelto en su capa de sombras, la Segadora emergió a través del suelo. El frío se intensificó, y Prometeo no pudo evitar que un escalofrío le recorriese toda la columna. Tal vez fuesen los vestigios de su parte humana, que así respondían aún.
Segadora flotó hasta la única puerta de la Sala del Acero.
–Aquí llegan los próximos –siseó, como una suave brisa de escarcha.
Y con un chirrido metálico, abrió la puerta y desapareció tras ella.
Por el oscuro corredor no tardaron en llegar gritos, llantos y lamentos de toda clase. Prometeo cruzó varias veces sus potentes brazos sobre el pecho, a modo de calentamiento. Resopló como una bestia y se preparó, a unos metros de la puerta.
El primero en entrar fue un niño, muy delgado. En cuanto vio el monstruo de pesadilla que se abalanzaba sobre él, comenzó a abrir por completo sus ojos, su boca, en un grito que nunca llegó. La espada cortó su frágil cuerpo por la mitad como un rayo invisible. Sus intestinos se escurrían por el enrejado cuando su madre entraba. Su chillido de horror infinito resonó por toda la Sala, hasta que el hacha atravesó su cabeza a la altura de la mandíbula, silenciándola para siempre. Un río humano, desnudo, comenzó a entrar en tropel, sorteando el cuerpo de la mujer que aún se convulsionaba entre espasmos. La Sala del Acero pronto devino en una jaula infernal de gritos y terror sin límites. Todos corrían de un lado para otro, intentando en vano poner distancia entre ellos y la muerte segura que representaba el hacha y la espada. Prometeo bramaba como una bestia, envuelto en un torbellino de sangre y vísceras. Cada movimiento de su brazo significaba un pecho abierto en canal, una amputación, una hemorragia imparable… Algunos tropezaban y caían con los moribundos o sus restos cercenados, quedando tirados en posición fetal sobre el enrejado, con la esperanza de pasar inadvertidos a la furia de Prometeo. Otros, sin embargo, conducidos por la desesperación absoluta de saberse muertos en breve, se arrojaron sobre las armas que colgaban de las paredes de la Sala, en un intento de ataque coordinado contra el bestial Prometeo. Cinco hombres se abalanzaron gritando sobre él desde diferentes direcciones, blandiendo las hachas, mazas y espadas arrebatadas a su dueño. Prometeo se dispuso a recibirlos.
Y como niños enfrentados a un adulto, no tuvieron la menor posibilidad de victoria. La pericia de prometeo con sus armas se había afinado durante toda una eternidad de carnicerías constantes; hasta el extremo de que sólo dos de sus adversarios comprendieron que habían muerto antes de caer hechos pedazos. El resto de personas que contemplaron aquella lucha fugaz volvieron a gritar, aún más fuerte, aterrorizados por completo. Prometeo resolló, y se dirigió hacia ellos…
En la Sala del Acero ya solamente se escuchaban algunos gritos dispersos de dolor y agonía. Prometeo pisaba la alfombra de cuerpos destrozados, y descargaba el hacha sobre cada moribundo que escuchaba y distinguía entre la masa de carne muerta. El olor a sangre y entrañas abiertas impregnaba toda la Sala, como una nube nauseabunda casi visible. Al fin, el silencio de la muerte volvió a reinar, y Prometeo pudo oír su propia respiración acelerada. Se acercó hasta una de las paredes, que tenía un ancho escalón a lo largo de su parte baja para separarla del enrejado del suelo, y colgó sus armas ensangrentadas. Se detuvo a recuperar el aliento; una de sus arterias bombeaba como un segundo corazón incrustado en un lado de su monstruosa cabeza. Entre los escasos huecos del enrejado que habían quedado libres, Prometeo pudo observar como la sangre de sus víctimas se precipitaba al vacío, sobre el que pendía la Sala del Acero. Y al fondo de ese abismo se mecían, turbulentas, las aguas rojas del Mar de la Resurrección.
Para los habitantes de este mundo, la Sala del Acero y el Mar de la Resurrección constituían lugares míticos, extraídos de las leyendas que se transmiten de padres a hijos desde siempre. Y cuentan que el Mar es rojo por la sangre de los muertos, y que en él se entremezclan todas las almas, y lo que del mundo han conocido. Y de aquí surgen las almas nuevas –que nunca lo son del todo, por tomar esencias de unas y otras–, que a los cuerpos de los recién nacidos se unen, para vivir otra vez. Es por ello que, en determinadas ocasiones, las personas sienten una cercanía, una afinidad inexplicable a primera vista hacia un desconocido: compartieron su destino en la Sala del Acero, en el Mar de la Resurrección… Pero Prometeo no es infalible. A veces, algunos moribundos escapan –medio enterrados entre los cadáveres de sus compañeros– de los golpes finales, y caen al mar de la sangre sin haber muerto aún del todo. Por eso, estos elegidos del azar podrán, con los medios adecuados, recordar fragmentos de su vida anterior. Y creerán en la reencarnación…
Prometeo, ya más relajado, caminó a lo largo del escalón de la pared, apartando con el pie algunos restos, hasta llegar a una de las esquinas. Tanteó entre unos remaches, hasta dar con el interruptor oculto que buscaba. Al pulsarlo, un zumbido mecánico se hizo audible, mientras el enrejado se abría lentamente hacia abajo en dos mitades. Los cuerpos, piernas y brazos seccionados –como dotados de una repentina semivida– comenzaron a rodar sobre sí mismos, precipitándose hacia la parte media de la Sala en una avalancha de carne fresca irreconocible, y de ahí al vacío…
Prometeo andaba de un lado para otro, con las manos a la espalda, meditabundo. Esperando. Chasqueaba las mandíbulas, como si estuviese royendo un pensamiento especialmente duro. Se quedó mirando su extensa colección de armas sujetas en sus soportes alineados, por todas las paredes. Todas del rojo oscuro de la sangre seca. De pronto, el aire comenzó a enfriarse. Lo sintió en la piel, en los huesos, como un viento helado llegado de las nieves perpetuas. Se estremeció.
Ella volvía de nuevo.
Envuelta en su espectral manto negro, Segadora atravesó la pared frente a Prometeo. No dejaba de ser una visión escalofriante, por más que la contemplase millones de veces. Esa sonrisa cruel, en su blanco rostro de hueso.
–¿Listo, Prometeo? Aquí te traigo más.
–No… espera.
Segadora se giró bruscamente hacia él. La sorpresa ardía en las llamas de rubí de sus cuencas sin fondo.
–¿Qué? ¿Qué ocurre?
La voz de Prometeo sonó extraña.
–Debo… debo abandonar este lugar. No puedo seguir con esto, Segadora.
La siniestra figura no llegó a abrir la pesada puerta, como pensaba, y se encaró con Prometeo.
–¿Por qué dices eso? –Él sintió cómo su cuerpo se helaba–. Llevas toda una eternidad haciéndolo, sin el menor problema. Es tu deber. Tu trabajo.
–Tal vez sea esa la cuestión. No puedo pasar otra eternidad matando, casi sin cesar. Mi futuro es un presente cristalizado y sin cambios; necesito modificar este horizonte estéril. Como ves, tantos milenios de brutalidad continuada no han conseguido extinguir ese resquicio de humanidad que aún debo conservar.
Segadora le observaba con fiereza, como si fuese un niño estúpido y obcecado.
Él le dedicó un amago de sonrisa, casi una mueca, mientras se dirigía a la esquina que ocultaba el interruptor. Sabía que ya nada serviría, ninguna palabra la haría cambiar su parecer, ni siquiera todo lo que habían superado juntos. La conocía bien. Siempre se había adaptado mejor que él a las circunstancias. Y, aunque eran idénticos en muchos sentidos, ahora lo veía claro: le había acompañado a través de tantos horrores solo para estar a su lado, nunca hubiera caído tanto de haber estado sola. Ahora, por su culpa, a ella le esperaba una eternidad mucho más cruel de lo que le correspondía. Solo por seguirle en su rebelión absurda, suicida. Y aún le pedía que siguiese cayendo… maldito egoísta. Ella se quedaría aquí y sería lo correcto; bastante había hecho ya por él. Sin embargo, no podía evitar que en su pecho todavía latiese esa mezquina esperanza: que le acompañase otra vez en su locura, juntos de nuevo en la caída por el abismo infernal, hasta el fondo de la más abyecta degradación del alma, sin que nada importase. Juntos para siempre, como al principio…
–No lo hagas, Prometeo… o te arrepentirás –dijo Segadora, con la certeza en su voz.
Sin dejar de observarla, pulsó el interruptor. El enrejado del suelo comenzó a partirse en dos.
–Vamos… Segadora… –susurró.
Ella le devolvió la mirada. Sabía que nada de lo que dijese cambiaría el curso del destino; porque en eso eran iguales: el orgullo, la desmedida, la sinrazón… Era la última vez que sentiría el calor de su presencia.
El enrejado se abrió por completo.
–Puede que volvamos a vernos, Segadora… –dijo Prometeo. Y saltó.
Segadora contempló cómo desaparecía en el mar de sangre. Para él no sería el Mar de la Resurrección, sino la puerta al dolor infinito, a la tortura de su mente, a las formas irreconocibles de sufrimiento que aguardan a aquellos que, como él, susurran en sueños la canción del abismo… Prometeo, tal y como lo conocía, había dejado de existir.
Con un zumbido, el enrejado comenzó a cerrarse lentamente.
La Sala del Acero estaba desierta. Segadora ya había dejado abierta la puerta metálica, pero aún no había llegado quien esperaba. Escuchó unos ruidos por el corredor oscuro. Pasos precipitados, asustados. Al fin, por la puerta emergió aquel cuya voluntad había marcado este destino, aun sin saberlo. Era un hombre escuálido, de piel blanca. Trastabilló al entrar y cayó de bruces sobre el enrejado.
Segadora no pudo evitar una sonrisa de amargura ante la comparación. Puede que Prometeo y este… pobre diablo fuesen los seres más opuestos de toda la Creación. Ante las llamas de sus ojos, su alma simple era transparente. Sintió un vacío que se expandía dentro de su manto de oscuridad…
El hombre se levantó como si el enrejado estuviese al rojo vivo. Aterrado, miraba con sus grandes ojos en todas direcciones; y cada golpe de vista acentuaba su lividez extrema, su terror: un abismo de aguas rojas, un encierro de acero, esas incontables armas ensangrentadas y… Ella, majestuosa y terrible, flotando ante él entre sombras de hielo, riéndose de su horror…
–Coge tus armas, Prometeo… Se están acercando –siseó como el viento en la noche.
Pero el hombre, con las manos aferradas a su cabeza, solo gritaba y gritaba…
Ella dudaba de que pudiera llegar a blandir siquiera una maza. Segadora se desvaneció a través del muro de metal herrumbroso a sus espaldas.
Pero ya aprendería.
Tenía toda una eternidad para aprender.
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