El sol de las primeras horas de la mañana entraba ya por la persiana medio subida. Me levanté con una impresionante sensación de ligereza, rápido, como si no pesase nada. Me percaté que los muelles del colchón no sonaron, como hacían siempre, al incorporarme. Y entonces me di cuenta de lo que estaba pasando:
Mi cuerpo seguía tirado sobre la cama, con la boca y los ojos abiertos, mirando fijos al techo.
Obviamente, era un cadáver.
La impresión me dejó paralizado por unos minutos. Muerto. Estaba muerto de veras. Me acosté como un día cualquiera más, y todo terminaba así, siendo un joven que no llegaba a los treinta. No podía creerlo. Observé mi enjuto cuerpo tendido, como un muñeco abandonado, mi rostro blanquecino sin vida, y me pareció en verdad frágil, digno de compasión.
Pero tal vez todo fuese un sueño, después de todo. Un sueño vívido, como ningún otro que hubiese tenido antes. Así que me apresté, en un impulso de despertarme, a palmear las mejillas de mi cuerpo rígido.
Y aunque sentí cómo dirigía mi mano derecha, no pude verla ni noté nada cuando ésta atravesó limpiamente mi cara sin encontrar resistencia.
Con una honda aprensión, me miré para no encontrar nada. Nada de nada. Mi único cuerpo estaba ahí delante, sobre la cama. Muerto.
¿Así que era mi mente, mi alma sin el encierro de la carne, a lo que había quedado exiliado? Los antiguos, la tradición estaban entonces en lo cierto… el alma sobrevive al cuerpo. ¿Qué destino me aguardaba ahora pues?
Pero no era eso lo que me preocupaba.
Sino lo que estaba a punto de contemplar, cuando mi madre, mi padre, mi hermana me encontraran muerto, con ese rictus en la cara, sin saber que, en realidad, aún seguía aquí.
En efecto, el horrendo drama familiar se disparó en cuanto mi madre entró en la habitación. Gritos desesperados, llantos sin consuelo, llamadas urgentes, desesperación, dolor… suyos y el mío. Por mi culpa.
Y todo lo viví en un absoluto silencio, porque podía ver, pero no oír, ni tocar, como confinado en una paralela dimensión de cristal, desplazándome de un lado a otro por lo que había sido mi hogar.
Se llevaron mi cuerpo, pero yo quedé aquí.
Fueron días horrendos, que prefiero no recordar demasiado. Tanto dolor en los seres queridos por el mero hecho de morir. Y no poder transmitirles en modo alguno que aún seguía ahí, con ellos, justo a su lado.
Cuando lloraban, los abrazaba sin poderles tocar, susurrándoles palabras de amor incondicional, asegurándoles que yo estaba bien.
Cuando la depresión los postraba, les animaba a levantarse y disfrutar de la belleza de los días en mi nombre, ya que yo no lo podría hacer nunca más.
Y cuando alguna pequeña alegría les hacía sonreír, olvidando brevemente mi pérdida, yo les decía que ese era el mejor regalo que me podían hacer, el mejor de todos. El que me liberaba de la culpa de haber causado su dolor.
Así fueron pasando lentamente los meses.
Meses en los que pude comprender el mundo, la vida, desde su dimensión de cristal, sin las ataduras e imposiciones del cuerpo de carne.
El silencio y la paz devinieron mi nuevo estado natural, ese que tan pocas veces alcancé cuando estaba vivo. Comprendí entonces con lucidez que el universo se experimenta en diferentes estadios y fases, atravesando dimensiones incomprensibles en las condiciones previas que vamos dejando atrás. Y que todas ellas, como el propio tiempo y el espacio, están interconectadas de infinitas y asombrosas formas, configurando una inconmensurable, maravillosa e inextricable unidad.
Según se iba asentando la aceptación implícita de mi muerte entre los míos, estos me iban liberando en cierto sentido.
E iba notando como mi dimensión de cristal se iba empañando, y lo captaba todo como si estuviesen entumecidos mis sentidos, más lenta, borrosamente a mi alrededor…
Más y más lejano cada vez…
El cristal se nublaba, se desdibujaba, licuándose… como mi mente, mi alma…
Sin duda, otra dimensión me aguardaba, aunque yo fuese una palabra ya absurda.
Sentí que era un mar de ondas cósmicas.
De radiación de estrellas.
De lágrimas de madre y risas de niños.
De espacios abismales extendiéndose en todas las direcciones.
Y que nunca tuvo sentido hablar de principio ni fin.
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