Contra un atardecer de llamaradas se recortaba el único árbol sobre la cima de la colina, el árbol hacia el que caminaba sin ninguna prisa, en mitad de un silencio absoluto. También se recortaba la sombra del hombre ahorcado, por completo estático.
El hombre era yo. Lo sabía con certeza.
Seguí caminando morosamente, como si no quisiera llegar nunca, aunque en el fondo era lo único que deseaba. Estar junto a mí mismo, otra vez.
Los pies de mi figura ahorcada colgaban a la altura de mi pecho. Cruzado de brazos, observé con detenimiento mi rostro muerto. La pálida piel pudriéndose, los pantalones y la camisa raídos por la intemperie, esos vidriosos ojos sin esperanza, compadeciéndome, los labios torcidos en una sonrisa amarga…
La arrastrada voz del ahorcado sonó dentro de mi cabeza.
–¿Por qué… por qué lo hiciste?
–Quería terminar con el dolor, la angustia sin fin. Solo eso. Apenas pensé nada más, te lo aseguro –me dije sin hablar.
–Comprendo… comprendo…
El silencio ahondó aún más en sí mismo.
–… pero esta vez erraste de verdad ¿no crees?
–Sentí que es lo único que podía hacer. Mi única salida –me defendí, hablando sin palabras.
–Te equivocaste. Sabes lo que nos espera ¿verdad?
–Ahora sí… ahora sí que lo sé –miré a mi alrededor–. Esta nada absoluta es lo que nos espera, este momento, repitiéndose eternamente: yo subiendo por esa pendiente para llegar hasta aquí y hablar contigo una vez más, dándole vueltas a lo que ya no tiene remedio. Induciendo causas, creando nuevos puntos de vista y perspectivas en torno al mismo error. Absurdas, inútiles. Una neurosis transcendental. Para siempre.
–¿Crees que es un castigo lo que nos ha ocurrido? –susurró mi yo colgado del árbol del Tiempo.
–Sin duda. Lo único que deseaba era escapar del dolor, y en un instante sentí que esta era la única vía para conseguirlo. Ahora soy plenamente consciente de mi fatal equivocación, pero no en aquel instante. Y por ese error, humano error, voy a ser castigado –por Dios o el diablo, no lo sé– por toda la eternidad.
Los ojos del ahorcado, congelados en aquella conmiseración, me observaron largo rato, antes de que su voz volviese a resonar en mi cerebro.
–Te equivocas por completo. Ellos no tienen nada que ver con esto. Lo sé, puedes creerme. Fuiste tú el que tomó la decisión de renunciar al regalo de la vida. Estabas informado: todas las religiones previenen de dar este paso.
–Sí, pero a veces la vida es un regalo envenenado…
–Se te concedió la vida, el libre albedrío. Y con ello, decidiste colgar de este árbol, renunciando a todo, buscando la nada… y la nada es lo que has conseguido.
–¿Libre? Yo no era libre cuando decidí ahorcarme. Era esclavo del dolor, de un estado mental insufrible. Eso no es ser libre.
–Fue tu mano lo que hizo el nudo en la soga, tu mano la que lo apretó alrededor de tu cuello y tu mano la que te empujó a quedar aquí colgado.
–Sí, mi mano conducida por un millón de sucesos y condiciones terribles encadenadas a lo largo de los años…
–En cualquiera de esos desgraciados eslabones tenías otro millón de opciones para romper esa cadena. Pero elegiste, por inercia, la configuración que te condujo hasta aquí. Tampoco puedes descargarte de esa responsabilidad, lo siento.
–Tu visión es bastante ciega a la realidad práctica del mundo… nacer y crecer en un entorno de constante violencia tiene sus consecuencias, y no hace de la vida un regalo precisamente agradable. Y eso también lo sabes, estabas allí. La mente infantil absorbe toda la mierda a su alrededor, y ese árbol crece torcido.
–Millones crecieron en entorno peores que el tuyo, y no acabaron aquí colgados para siempre. Fue tu mano. Es un hecho. Y conseguiste el resultado que buscabas. Escapaste del dolor. No hay más.
Durante unos segundos fijé la vista justo en el punto bajo los pies que colgaban sin tensión. Después me alejé unos metros para sentarme sobre la hierba y observar al ahorcado.
–Sé que me estoy hablando a mí mismo –le dije–, y que tu imagen inmóvil es sólo la recreación que hago de cómo creo que quedó mi cuerpo, del aspecto que debí presentar y dejar tras de mí cuando la oscuridad, al fin, me llevó consigo. El cielo es el último que recuerdo, y esta cima, el tacto de la hierba bajo la palma de mis manos, la agradable temperatura de la brisa que me acompañó…
El ahorcado guardó absoluto silencio, sin dejar de mirarme. No volvió a dirigirme la palabra, a decirme nada más. Yo tampoco.
Me quedé observando, abrazándome las rodillas, aquel inmenso cielo anaranjado del atardecer que nunca llegó a convertirse en noche.
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