Veníamos de recoger mercancía de nuestros amigos del norte. Y tras una breve parada en Plasencia, a descargar para nuestros contactos, volvíamos a Jaraíz por una estrecha carretera secundaria, dejando atrás la autovía. Conducía José, que era el que menos colocado iba de los cuatro. A su lado, iba Isabel de copiloto, dormitando con los cables blancos de los auriculares sumergidos en su morena melena. Yo iba sentado justo detrás de ella, probando aplicaciones del móvil, buscando en vano distraerme, intentando no pensar demasiado en el horrendo embolado en el que andábamos metidos hasta las cejas. Y a mi lado, como siempre y por no variar, estaba Alfredo, haciendo el gilipollas.
–Cuando terminemos con todo pienso comprarme un yate en Marbella –balbuceaba–. Sí señor, un yate de los gordos.
–¿Y para qué quieres tú un yate –preguntó Jose– si te gusta el agua menos que a los gatos?
–Para tirarme dentro a todas las putas de lujo de la zona ¡jajaja!
Dios, qué imbécil era.
–¡Ahí va, mirad qué bonita está la sierra! –gritó de repente.
Era verdad. Con sus cumbres nevadas y el cielo de un azul cristalino, la sierra de Gredos ofrecía una imagen espectacular.
–¡Oye –me dijo– hazme un selfie, ahora que se ve, antes de que la tapen los árboles!
Y rápido como un rayo, sacó medio cuerpo fuera, casi en horizontal, haciendo como que tocaba la cumbre con la punta de los dedos. Sí, iba a quedar una foto divertida, así que me apresté a encuadrarle con el móvil a toda velocidad para que no se me escapase el momento. Y disparé, varias veces seguidas.
Justo instantes antes de que el camión que doblaba la curva en sentido contrario le arrancara la parte superior del cuerpo en un impacto brutal, que resonó dentro como un cañonazo en un matadero.
En un solo segundo, sentí un líquido caliente mojándome la piel, un olor nauseabundo, los violentos bandazos del coche con José intentando no salirse de la carretera y los chillidos de horror de Isabel al despertarse. Luego vi lo que quedaba del cuerpo de Alfredo a mi lado, convulsionándose en espasmos y, al bajar instintivamente la mirada, la pantalla del móvil.
Al menos conseguí su selfie a tiempo.
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