PESADILLA 11 – AQUELLA CASA EN LA COLINA – Luis Bermer | Cuentos de Terror
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PESADILLA 11 – AQUELLA CASA EN LA COLINA

El hombre había empezado joven, justo después de la universidad, a descender por la decadente espiral de las drogas. Y había llegado al medio siglo de existencia, algo que jamás hubiese imaginado, y que no dejaba de sorprenderle.

En todos estos años arrastrándose por el inframundo de los adictos, de muchas y distintas bocas, había escuchado una historia que en principio creyó alucinación de yonqui, después leyenda urbana y ahora, finalmente, sentía como verdadera, tal vez solo para perdidos y exiliados de la normalidad como él.

Y lo creía porque, cada vez con más frecuencia, soñaba vívidamente con aquella casa en la colina a la que se refería la historia. A veces se sorprendía a sí mismo pensando en ella, la mente arrebatada durante horas en plena vigilia. Era una llamada, una señal. Y debía atenderla, imperiosa como el próximo chute que no se puede postergar.

La historia contaba, con infinitas variantes, que existía una casa en cierta colina cercana, a la que sólo podían acceder determinados supervivientes del infierno de la drogodependencia. La casa era un portal a un paraíso oscuro de recompensas, ganadas en base a la profundidad del sufrimiento humano alcanzado sin haber caído en la psicopatía o en la muerte.

Pero la casa sólo aparecía en condiciones muy determinadas. Según se decía, debía invocarse a las tres en punto de la madrugada de una noche sin luna, y dibujar en la cima un determinado signo –único para cada elegido– con sangre de un determinado animal o persona, mientras un halo de estrella fugaz rajara el cielo nocturno.

Él ya había visto con nitidez en sus pesadillas el signo personal que se le había asignado. Lo tenía dibujado por todas las paredes para no olvidarlo.

Con igual claridad había visto en sueños a la persona que debía imaginar. La conocía.

Así que sólo le quedaba acertar con la noche y el halo surcando la bóveda del cielo. Se preparó a conciencia. Estudió las noches sin luna de todo el año, las lluvias de meteoros, las rutinas de su cordero de sangre.

La época más propicia sería durante el mes de agosto. En cualquiera de esas noches, conseguiría que el portal se abriera para él, estaba convencido. Se lo merecía. Era su destino.

Pese a estar completamente drogado, lo que más le costó fue conseguir la sangre. Fue desagradable. Penoso. Muy, muy penoso.

No sabía cuántas noches le costaría realizar con acierto el ritual, pero ya no había vuelta atrás. Debía conseguirlo antes de que encontrasen el cuerpo y lo relacionasen con él. Lo que sí sabía con certeza es que acabaría por entrar en aquella casa. La voz interior sin idioma se lo susurraba constantemente.

No fue a la primera, ni a la segunda noche.

Tampoco a la tercera.

Pero en la noche cuarta, justo cuando terminaba de cerrar su signo de sangre, un meteoro dejó su estela en la oscuridad del cielo, fina como el tajo de una navaja experta.

No fue una aparición. Tras un parpadeo, simplemente estaba allí frente a él, como si de hecho hubiese estado allí desde siempre. Una desvencijada casa de madera, sin que nada particular en ella llamase la atención en absoluto.

El hombre, asombrado, dejó caer el cubo de sangre al incorporarse. La historia era real. Y él era uno de los elegidos.

En ese justo momento recordó que nunca había escuchado nada más acerca de la casa en la colina. Nadie que hubiese entrado. Nada de nadie que hubiese conocido a alguien que contase algo, que hubiese vuelto. Tal vez él fuese el primero en conseguir que la casa se materializase en este mundo. El primero en entrar. Un escalofrío de pánico le recorrió el cuerpo, y sintió el impulso de subir corriendo colina abajo, alejándose de la tenebrosa silueta de la casa… pero lo reprimió, y dirigió sus pasos hacia la puerta.

Antes de que su mano alcanzase el esférico picaporte, la puerta se abrió hacia adentro.

La casa parecía estar esperándole.

Respirando hondo, el hombre atravesó el umbral, sumergiéndose en la oscuridad. Al entrar sintió que el aire era denso como el agua. Pero no era el aire, sino el tiempo el que sentía envolviéndolo. Un tiempo ancestral, de una dimensión ignota revestido de apariencia ordinaria. Este era un espacio-tiempo que, probablemente, ningún otro hombre hubiese conocido antes, y que por ello se presentaba a un cerebro humano con un aspecto de vieja casa abandonada.

Se encontraba en un pasillo de madera, con cuadros de escenas incomprensibles colgando de sus paredes, y que terminaba en otra puerta entreabierta. Por el hueco se escapaba la titilante luz de unas mortecinas velas, y golpes rítmicos de algo pesado sobre la madera llegaban hasta sus oídos. Andando lentamente a través de este tiempo denso, que destilaba irrealidad, el hombre se fue acercando paso a paso hacia la puerta.

Entró, y lo que vio hizo que su corazón se combara hacia dentro.

Una altísima figura enfundada en una túnica negra, y rematada por lo que parecía ser una deforme cabeza de carnero, cuyos cuernos casi rozaban el techo de la estancia, le observaba desde detrás de una mesa de cocina. En su mano de garra blandía una hachuela, con la que cortaba un cilindro de carne con potentes y precisos golpes. La trémula luz de las velas proyectaba nerviosas sombras danzantes. La figura de carnero parecía emitir una gravedad tan pesada como el núcleo de la Tierra. Era gravedad y era poder. Un poder tan oscuro, antiguo y más allá de lo humano, que el hombre sintió postrada su esencia en el mismo instante de su visión. Comprendió su absoluta insignificancia ante las condiciones de aquella presencia terrible. El carnero clavó en él sus ojos cargados de irracionalidad sin dejar de cortar la carne.

El hombre se sintió reducido y aterrado, como un niño ante un padre brutal e ilógico, propenso a la ira desatada, y ante el cual no hubiese la más mínima posibilidad de defenderse.

Sin embargo, y al mismo tiempo, también sintió que se hallaba bajo la protección de su aura oscura como el espacio. En su cercanía, cualquier amenaza o miedo humanos resultaban irrisorios. Estando aquí dentro, el hombre sintió que cualquiera de los problemas o dolores que habían conformado, como fibras de una soga putrefacta, el conjunto de su vida no tenían ya el menor sentido. Pero también sintió como, segundo a segundo, las oscuras raíces de una planta inmaterial se iban adentrando en su ser interior más profundo, que ni siquiera él había podido conocer, explorando hasta el último de sus recovecos, tal vez para iniciar una transformación radical e irreversible.

Se había adentrado en un reino absolutamente ajeno a lo humano, regido por poderes de dimensiones inaprensibles para el hombre, pero donde él había querido estar, con todas sus consecuencias, con tal de dejar definitivamente atrás la insoportable miseria de su vida de drogadicto. Y ahora iba a comprobar lo que realmente había hecho.

En su mente, en su cuerpo, sintió cómo sus apetitos, deseos y necesidades se iban concentrando para conformar un hambre pura. El hambre esencial que englobaba todas las razones que le habían hecho sufrir y motivado a actuar durante toda su vida. Un hambre incontenible que había que saciar a cualquier precio, fuese éste cual fuese, y que ahora sentía poder apaciguar definitivamente si probaba aquella carne que estaba siendo cortada sobre la mesa.

Tras el carnero y entre la luz de las velas, se abrió el vano de una puerta.

Y su garra alzó una fina loncha de aquella carne, ofreciéndosela.

El hombre se acercó, y en el instante de cogerla –húmeda y tibia– miró a los ojos del carnero. Y de ellos obtuvo el impacto de una opresión tan negra, abismal y aterradora, que supo que jamás podría volver a mirarlos sin destruir su mente por completo. Bajó la vista y traspasó la puerta, cerrándola tras de sí. La oscuridad era total.

Allí se introdujo la carne en la boca, masticándola con voracidad. Parecía estar aún viva, y su sabor era horrible, pero instantáneamente notó cómo lo nutría, lo alimentaba hasta la última célula de su ser, como nunca antes nada lo había hecho, experimentando olas de placer absoluto que dejaban en la insignificancia el orgasmo o el mejor de los viajes psicotrópicos.

Halló el paraíso en la oscuridad, donde se diluyó por completo.

Durante un tiempo que le pareció infinito.

Cuando otra puerta se abrió y salió por ella, volvió a sentir un ligero repunte de aquel hambre primaria en su interior, y estaba cansado, casi agotado.

El carnero estaba allí, en otra habitación, junto a otra mesa. Su cráneo exudaba gotas de sangre que se escurrían en hilos por las difíciles facciones de su rostro.

Él sintió escurrirse gotas de sangre semejantes por su pierna derecha. Pero no le dolía nada.

Le volvía a ofrecer otra fina loncha de carne, mientras otra puerta se abría a sus espaldas.

El hombre, como mero instrumento de su propia hambre, se prestó a tomarla y encerrarse tras la puerta para devorarla.

Allí le esperaba un océano con todos los placeres que había conocido y los que sólo había imaginado, más otros imposibles a la experiencia humana, que le inundaron, arrastrándole en lentas ondas por dimensiones que jamás habría podido explicar. Era como nacer, como morir, como ser todo y nada a un tiempo, contrayéndose y expandiéndose sin límites en una paz tan profunda como el espacio entre galaxias…

Después volvió a salir de la oscuridad, sintiéndose enfermo de hambre y cansancio, como si hubiese estado caminando durante años sin parar. Notó que tenía toda la pierna bañada en sangre, al igual que la cabeza del carnero –que vio en un fugaz vistazo– y que ya empezaba a empapar la túnica por su parte superior.

Le volvía a ofrecer un pedazo de aquella carne.

Y mientras retornaba a la oscuridad para saciarse, empezó a comprender lo que estaba ocurriendo, como un rayo de iluminación intelectual.

Aquella carne era la suya. Contenía la esencia de su ser, su humanidad, su alma inmortal. Y la estaba consumiendo en finos pedazos, pero de forma continua. De modo que, todo aquello que estaba destinado en principio a permanecer para siempre, sería consumido a lo largo del tiempo, un largo, pero finito tiempo, a cambio de experimentar maravillas no destinadas a los seres humanos en su estadio evolutivo presente.

Y comprendió que había algo más.

Un alto precio adicional, aparte de la eternidad.

Comprendió que, cuando apenas quedase ya nada de él y todos los paraísos de sensaciones hubiesen sido experimentados, lo más precioso de su esencia quedaría en manos de la figura encarnada por cabeza de carnero. Sus restos serían su pago.

Podía prever la condenación de la esclavitud que ya había comenzado, pero sin alcanzar a entender ni por asomo la profundidad que dicha condición conlleva. Supo entonces, sin lugar a duda, que otros muchos antes que él, millones tal vez a lo largo de la historia, habían pasado ya por aquí. Sus lamentos eran claros en la oscuridad.

Y mientras se devoraba a sí mismo, libre de dolor, visitante de paraísos, el grave balido del carnero, semejante a una carcajada inhumana, fue resonando cada vez con mayor amplitud y hondura en lo que iba quedando de su cerebro y su alma.

* * *

Serie «Pesadillas Bermer»

2 comments

  1. Creía que no había leído el relato, pero sí, ya lo había leído. Un final completamente inesperado. Gran relato, Luis.

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