Todos hemos escuchado alguna vez, ante determinadas situaciones estresantes, una voz interior que susurra un sibilante consejo para superar airosamente el problema circunstancial que encaramos; aceptamos la sugerencia como si de una ley se tratara, y nos olvidamos automáticamente de ella una vez superada la encrucijada coyuntural. Hacemos responsables de esta voz a la conciencia, al ego, a la intuición… con la pragmática pretensión de ocultarnos nuestra completa ignorancia al respecto. Por desconcertante que pueda resultar, desconocemos el verdadero origen de esa voz.
Cuando decidí que la vocación de mi vida era la Medicina, había escuchado la voz. Hoy soy médico y odio mi trabajo.
Cuando conocí a Silvia y sentí que jamás podría volver a querer a otra persona, la voz reafirmó mi impresión con su opinión favorable. Hoy soy un hombre divorciado.
Cuando nació mi único hijo, dije que superaría en todo a su mediocre padre; la voz estuvo de acuerdo conmigo. Hoy mi hijo se arrastra por la vida, perdido y sin rumbo.
Maldije una y mil veces, con todas mis fuerzas, aquella repulsiva voz que había hecho de mi travesía por la existencia una continua caída hacia la condenación. ¡Culpable de todos mis males! –grité rabioso– ¿Dónde te escondes ahora, detestable cobarde?
Y entonces, la presencia se reveló junto a mí, en el mismo reducto de la mente que yo habitaba, en la soledad que creía de mi exclusiva propiedad; no era uno más de mis pensamientos, era real. Descubrió su velo de inconsciencia, como el ladrón que rasga violentamente las cortinas de la habitación que el inquilino legítimo creía vacía, muriendo éste a consecuencia de la brutal impresión recibida. Así fui sacudido en mi fuero interno, deseando que esto se debiera a un trastorno mental transitorio, a un pasajero desdoblamiento de la personalidad, a… Sentí sus palabras dirigidas, clara e inequívocamente, hacia mi persona, sin susurros, sin prestarse a la duda. Nunca oí voz más espantosa:
–¡No te atrevas a culparme de tu bien conocida mediocridad! –amenazó siniestra. Todos los consejos que has recibido indicaban tus mejores opciones a seguir ¡Fuiste tú, apestoso inepto, quien las truncó, quien las desaprovechó en manos de la desidia! Naciste siendo un perdedor y así morirás. Ni por un momento pienses que otorgué mi consejo por amor u obligación hacia ti, para mí no eres más que una carcasa de carne vacía que necesito para continuar perpetuándome; tampoco puedes considerarme un parásito, pues he cumplido con mi parte del pacto del que ambos somos beneficiarios. Que tu propia ineptitud te haya impedido aprovechar la ayuda recibida no es un asunto de mi incumbencia.
Y sabiendo que todo aquello era triste e ineludiblemente cierto, apenas acerté a balbucear una sola pregunta:
–¿Qu… quién eres?
–Yo soy la necesidad pura, soy el gusano ciego.
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