Eran la cuatro y media de la madrugada cuando terminé una de mis habituales sesiones noctámbulas de lectura.
Muerto de cansancio y con el peso del sueño sobre mis párpados, recorrí en silencio y a oscuras –para no despertar a nadie– el largo pasillo que separa la sala de lectura de mi habitación. Una vez dentro, llegué tanteando los muebles hasta mi cama, donde caí rendido.
Arropado hasta la nariz y con el furioso viento de diciembre aullando en la noche profunda, pronto sentí como mi consciencia se diluía en la oscuridad.
En ese mismo momento toqué con mi mano derecha algo cuya presencia no había advertido, era algo frío… eran… falanges humanas, formando parte de un brazo esquelético que… ¡se estaba moviendo!
Todas las noches lo hacía, pero aquella noche… ¡había olvidado mirar bajo la cama! ¡DIOS MÍO! ¡HABÍA OLVIDADO MIRAR BAJO LA CAMA!
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