La mujer mesaba los dorados cabellos de la niña, recostada sobre su pecho. Tras los cristales, los copos descendían lentamente desde el manto gris que cubría la ciudad, como si no quisieran llegar nunca al firme de la calle.
–Qué bonita es la nieve, ¿verdad, mamá? –Sus ojos azules brillaban de ilusión.
–Sí, cariño… –Pero en los de su madre sólo había angustia, y tristeza. Luchaba por no volver a llorar. Otra vez.
Camiones cargados con soldados uniformados de negro cruzaban la plaza, al fondo.
–Venga, ¡vamos abajo a jugar!
La mujer abrazó con fuerza a su niña.
–¡Quiero hacer un muñeco contigo, mamá! –insistía. ¡Tú le pones la nariz y yo los ojos ¿vale?
–No podemos bajar.
–¿Pero por qué? Si ya no hacen ruido.
–No se puede tocar la nieve, hija. Está muy… fría y te pondrás enferma.
–¡Que no, que no hace frío, joo! –Se soltó del abrazo– ¡Venga, que me pongo los guantes y ya está!
–¿Quieres que mamá se ponga malita, entonces?
–Eh… no, ¡sólo un ratito venga! –Estaba al borde de la rabieta.
–Ven aquí, cariño, –Intentó que la dulzura en su voz ocultase su inmensa congoja– haremos algo mejor: te contaré un cuento de papá.
–¿De papá? –Sus cejitas se arquearon.
–Sí cariño, de papá –La atrajo hacia sí, acurrucándola a su lado. De esta manera no vería las lágrimas aflorando en sus ojos.
–¡Bieeeen! ¿Es largo, no?
–Es largo y muy bonito. Durará hasta mañana…
“Hace mucho tiempo, cuando papá era un niño muy pequeño, como tú…
Hasta que vengan por nosotras.
Hasta que también a nosotras nos conviertan en nieve.
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