Mi padre estaba muerto. Yacía junto a mí sobre su lecho de eternidad. Parecía dormido, como en los recuerdos de lejanas noches de verano pasadas en la infancia. Pero ahora su semblante estaba cubierto por un frío halo de palidez y sus manos cruzadas sobre un pecho inerte que había olvidado su pulso vital. No siempre resulta fácil asimilar los fenómenos que llegan ocultos bajo la irreal impresión de cotidianidad inmutable donde creemos existir. Orden lógico es que el hijo vele el cuerpo del padre, ambos en silencio, mutua obediencia de la ley que no puede ser ignorada ni transgredida en forma alguna. Su rostro severo, ausente de piedad por sí mismo, admirable en su serenidad, frente a la triste mirada de su hijo ante la despedida que nunca termina en la memoria de los vivos, que deviene en reencuentro con el paso de los años.
Contemplé al hombre que me había dado la vida, sintiendo que una parte de mí había muerto, y algo de él seguía viviendo en mi interior. Sentí que así hubiera sido yo de haber vivido en su tiempo, y que las arrugas de mi rostro estarían ahora en el suyo si hubiese conocido aquello que mi experiencia alcanzó en sensibilidad y razón.
Si tuviese que destacar la cualidad más característica de mi padre, creo que ésta sería sin lugar a dudas su intensa e inagotable vitalidad, que hacía extensible a las personas que se encontraban a su alrededor. Siempre activo, incansable, ocupando sus horas en las más diversas actividades que puedan imaginarse. Pero sus acciones nunca carecían de la justa dosis de reflexión necesaria, suministrada por su aguda e inquieta inteligencia. Demostró que los sabios no tienen porqué ser exclusivamente hombres de pensamiento y actitud contemplativa. Decía no tenerle miedo a nada en este mundo y así lo reflejó constantemente en su conducta hasta el último día, hasta el último aliento, sin derrumbarse moralmente ni por espacio de un solo segundo. Se despidió de nosotros con una solemne sonrisa, expirando serenamente como uno de los héroes de leyenda de la Antigüedad. Jamás conocí –y seguro estoy de que jamás conoceré– persona más firmemente arraigada a la dura tierra de la realidad natural tal cual es.
Cuando era niño –y aún más en mi adultez–, su valor y entusiasmo ante las cosas me impresionaba, era un ejemplo viviente para mí. Siempre me preguntaba cómo era posible poseer semejante valentía inquebrantable, conociendo las múltiples formas que adopta el horror para manifestarse en nuestro mundo. Era sencillamente increíble. A él debo la solidez de mi carácter y una personalidad sin fisuras. Cuánto le iba a echar en falta.
El velatorio tocaba a su fin, estaba amaneciendo. Pronto vería el cuerpo de mi padre por última vez, antes de que la tierra le acogiese en su seno maternal para proporcionarle el eterno reposo. Repentinamente, ante mi espanto, papá se incorporó furiosamente de su ataúd, abriendo sus ojos vidriosos, donde brillaba la inconfundible huella de la locura y la desesperación absolutas; y clavó aquellos ojos ensangrentados sobre los míos, mientras mi corazón golpeaba los orgánicos muros de su encierro y mi mente pugnaba por evadirse de la evidencia que era incapaz de asimilar.
Me agarró por los hombros con sus rígidas manos de hielo y comenzó a gritarme guturalmente palabras impronunciables para un pecho privado de aire:
–¡La vida nunca termina! ¿Me oyes, hijo mío? ¡Nunca termina! –chilló monstruosamente– ¡En la muerte se cumple el más profundo de nuestros miedos! ¡Perdóname por haberte traído al mundo, hijo mío, perdóname!
Y así fue como descubrí, antes de perder el sentido, que lo que impulsó la vida de mi padre fue su deseo de encontrarse con la muerte.
En cierto modo, mi padre siempre había estado muerto.
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