La amplia plataforma se elevaba constantemente sobre el pilar metálico que tomaba como único eje, eterno en su ascensión hasta perderse entre las distantes nubes grisáceas. Allí, apilados azarosamente por toda su extensión, se hallaban los recursos necesarios para que la mujer y su hijo disfrutasen de una vida sosegada. La mujer cuidaba a su pequeño, prodigándole todo su amor; lo alimentaba, lo aseaba, le cantaba tiernas canciones melódicas para tranquilizarlo y facilitar su descanso. Ella le enseñó a contemplar el milagro de la belleza que esperaba en el lejano cielo sobre sus cabezas y a expandir su imaginación, más allá de las brumas que ocultaban las cumbres del inalcanzable horizonte. Juntos reían cuando pequeñas criaturas voladoras cruzaban las distancias dejando a su paso un halo de minúsculas partículas de colores, que se difuminaban envolviéndolos en un mágico instante de pura fantasía. Por la noche hablaban con su amiga Luna y contaban las caprichosas estrellas una por una, llamándolas por su nombre, jugando a descubrir las figuras que para ellos dibujaban sobre el firmamento con tinta de luz blanca.
En ocasiones, cuando el pequeño dormía cobijado por la noche, la mujer miraba en la única dirección que su hijo desconocía. Miraba hacia abajo, donde, a pesar de la creciente lejanía, podían distinguirse con claridad los círculos de ámbar que eran los ojos de aquella monstruosidad inmensa, oscura, y sus repugnantes fauces siempre abiertas, imperturbable en su infinita paciencia. Entonces la mujer apartaba la vista, secando con el dorso de las manos las lágrimas que corrían por sus mejillas. Nunca dejó escapar el más mínimo sollozo que pudiese perturbar el sueño de su hijo.
Una mañana, la mujer cogió en brazos a su pequeño y, mirándole fijamente a los ojos, le preguntó:
–¿Me quieres, hijo mío?
–Te quiero mucho, mamá –respondió inmediatamente.
–Si de verdad me quieres… ¿Harás un pequeño favor que yo te pida?
–Sí, mamá.
–¿Me prometes que nunca mirarás hacia abajo? ¿Me lo prometes, cariño mío?
–Claro que sí, mamá, te lo prometo –Y se abrazó a su cuello con fuerza.
El tiempo pasaba lentamente, y las nubes parecían, sólo parecían, estar un poquito más cerca. El pequeño maduraba imperceptiblemente al mismo tiempo que su madre envejecía de igual modo. Mas la alegría siempre se mantuvo resplandeciente por encima de las demás cosas.
Cierto momento, cuando un atardecer teñía con su presencia el perenne azul del cielo, el hijo hizo una pregunta a su madre:
–Mamá… ¿Qué hay allá abajo?
–Mi querido hijo, existen preguntas que no pueden ser contestadas; debes confiar en tu madre, que te dio la vida. ¿Recuerdas tu promesa?
–Sí, mamá –Y besó sus mejillas.
Llegó un día como otro cualquiera, en que las nubes parecían, sólo parecían, estar al alcance de la mano. Aquel día la mujer se encontraba débil, blancos cabellos enmarcaban su joven rostro cubierto de arrugas, no podía incorporar su cuerpo. Su hijo estaba arrodillado a su lado.
–Hijo mío… ¿Me prometes que nunca, nunca mirarás hacia abajo? ¿me lo prometes, cariño? –susurró su voz cansada.
–Sí, madre…
El niño cerró suavemente con su mano aquellos ojos anegados en lágrimas que desconocía, que humedecieron su piel, que sintió como suyas.
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