El monstruoso vehículo rectangular alcanzaba varios hectómetros de altura desde sus formidables ruedas cilíndricas de metal hasta el receptáculo donde todos nos encontrábamos, enclavado en lo más alto de su estructura.
El vehículo avanzaba lentamente, con su ritmo preciso y constante por el sendero en el que se hallaba encauzado al milímetro. Más allá de los bordes físicos del sendero todo era oscuridad impenetrable, el límite absoluto para cualquiera de nuestras capacidades sensoriales. El juego favorito de nuestros inmaduros retoños cuando se cansaban de corretear por el receptáculo consistía en la atenta observación del negro vacío exterior y posterior narración de sus imaginativas percepciones. Obviamente, en todas estas percepciones estaban siempre reflejados sus temores y deseos más profundos.
Nuestros pequeños tenían terminantemente prohibido el acercamiento a la barandilla frontal y trasera, por una sencilla razón: el dramático espectáculo que podía contemplarse desde estos lugares podría causar daños irreversibles en las estructuras cognitivas de sus mentes aún no formadas. Al frente, el sendero acanalado por el que éramos conducidos se extendía serpenteando hasta donde la vista alcanzaba, un minúsculo punto en el fondo de un mar de oscuridad infinita. El lecho del canal –y esto es lo verdaderamente espantoso- estaba formado por una desordenada masa de seres gimoteantes, fisiológicamente idénticos a nosotros, condenados a ser conscientes desde el primer momento de la lenta, pero inexorable llegada de su cruel destino: una horrible muerte bajo las ciclópeas ruedas de nuestro monstruo de metal. Los desgarradores gritos de dolor nos llegaban claramente a pesar de la gran altitud que nos separaba, siendo constantes a lo largo de nuestra eterna vida sobre la muerte. Afortunadamente, nuestra condición genética siempre nos hizo doctos en el arte de ignorar.
Desde la parte trasera la visión no era mucho más agradable: un interminable río de sangre negra donde flotaban los irreconocibles restos de los condenados desde el origen de los tiempos. El intenso olor cobrizo en suspensión impedía la permanencia prolongada de cualquier observador en este área.
Nuestra actividad cotidiana se dividía en una extensa variedad de formas. Algunos cantaban esperando el reconocimiento de sus semejantes; con idéntica esperanza, otros narraban en voz alta fabulosas historias imposibles; y no pocos eran los que decían poseer en sus rasgos la belleza más singular de entre todos los inmortales habitantes del receptáculo. Entre los más antiguos eran frecuentes las apasionadas discusiones dialécticas respecto a multitud de cuestiones: la naturaleza y origen del creador de nuestro metálico soporte, la desconocida fuente de energía que hacía posible su movimiento, el final del trayecto, los condenados… etc. Lo cierto es que hasta la más razonable y verídica teoría expuesta tenía la suposición como única fundamentación.
Tal vez la única característica mental común a todos y cada uno de nosotros fuera la arraigada e indestructible convicción de ser superior en algo –sino en todo- a los demás, siendo éste el mejor recurso para mantener el orden dentro de un equilibrio inestable.
Desde la óptica particular de mi rincón de observación, la impresión general recibida era la de estar contemplando una exposición de vanidades contrapuestas, imágenes sin reflejo, marionetas actuando para sí mismas…
Nunca conocimos la utilidad de nuestras vidas.
Nunca pudimos aceptar la realidad del sin sentido.
Jamás nuestras preguntas obtuvieron sus respuestas.
Y así transcurren aún –y por siempre- nuestras existencias por este eterno camino con rumbo pero sin destino.
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