44 – EL CICLO GRIS – Luis Bermer | Cuentos de Terror
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44 – EL CICLO GRIS

Un nuevo amanecer sorprendió a la ciudad. Como cada día, el despertador ha sonado a las siete en punto y, como cada día, mi mano derecha lo ha desconectado antes de que sonase por segunda vez. Soy un hombre trabajador, un luchador nato, que dirían los románticos; y sé que todo lo que he conseguido en esta vida ha sido, en su práctica totalidad, consecuencia de esta cualidad personal. Evidentemente, la nutrida cohorte de envidiosos detractores –que conozco bien– prefiere pensar en los designios del azar y en argucias poco honrosas a la hora de explicar la causa de mi éxito como novelista. Que piensen lo que quieran, no se puede perder el tiempo con quien no lo merece en ningún sentido.

 

 Sin embargo, hoy no iba a ser un día como otro cualquiera, porque no iba a levantarme de la cama. De esta singular forma rompí esta mañana con mi habitual rutina durante los últimos treinta años de mi vida profesional.

 

  Susan no tardó en darse cuenta del inesperado cambio:

 

–Joseph… ya ha sonado el despertador –susurró desde una nube de somnolencia.

 

–Lo sé cariño, lo he oído con toda claridad.

 

Mis palabras disiparon cualquier resto de sueño.

 

–¿Te sientes mal Joseph? ¿Estás enfermo? –preguntó Susan alarmada, apoyándose sobre mi pecho.

 

–En absoluto, querida, de hecho creo que nunca me he sentido mejor que ahora.

 

–¿Entonces…? –su desconcierto era casi palpable.

 

–Sencillamente, he decidido que no voy a levantarme de la cama.

 

–¡Por fin, Joseph!, empezaba a pensar que me iría al otro mundo sin haberte visto disfrutar de un solo día libre de trabajo. Necesitas descansar, ya no eres un niño y… ¡Qué demonios!, tus historias de monstruitos pueden esperar, casi pasas más tiempo con ellos que conmigo.

 

–Creo que no me he explicado con suficiente claridad; lo que quería decir es que no voy a salir de la cama… nunca más.

 

–¿¡Qué!? –mi esposa no daba crédito a sus oídos.

 

–Veo que ahora lo has comprendido –afirme satisfecho.

–No, Joseph, no comprendo nada… estarás bromeando ¿verdad?… ¿O acaso estás perdiendo el poco juicio que te queda? –preguntó con creciente exasperación (se pone preciosa cuando se enfada).

 

–Estoy hablando muy en serio, querida; he tomado una determinación, y me arrepiento de no haberla tomado mucho antes.

 

–Estás desvariando… sabía que, tarde o temprano, tanto escribir te acabaría afectando seriamente. Llamaré a Richard después del desayuno –dijo mientras se calzaba sus viejas zapatillas de felpa rosa.

 

–¿Un psiquiatra? ¡no necesito ningún psiquiatra sabiondo! –repliqué despectivamente.

 

–Te recuerdo, Joseph, que además de un excelente psiquiatra, Richard es amigo íntimo de la familia desde hace muchísimos años.

 

–Sí claro… un amigo. Veo que os encanta formar parte del ciclo gris. Sois todos iguales, estáis ciegos. Por vuestra parte, las mujeres no veis (no os interesa ver) más allá de vuestras hormonas, vuestra emotividad hinchada y vuestro arraigado sentido de cotidianidad natural; y a la unión de estos elementos es lo que los ridículos poetas denominaron el eterno femenino, el misterio de la feminidad. ¡Ja! ¡me río yo de vuestro aparente misterio!, ¡VACIO! eso es lo único que ocultáis en vuestro seno, y lo sabéis bien. En cuanto a los hombres, me basta con decir que, por lo general, ninguno llega más allá de una autocomplaciente racionalidad. En conjunto, la necesidad será siempre vuestro límite infranqueable. –Aprovechando la estupefacción de mi esposa, tomé un poco de aire y continué mi discurso:

 

–¡Adelante Susan, llama a Richard! Ya puedo ver lo que va a ocurrir: llegará, y tras los saludos de rigor, comenzará a trabar conmigo una conversación –en apariencia– distraída e informal. Pero mientras esto ocurre, su cerebro profesional estará buscando síntomas, rasgos y clarificadoras minucias en todas mis palabras y movimientos gestuales y faciales, para clasificarme y etiquetarme (siempre en su interior, claro está) dentro de alguna de sus complejas y artificiales “tablas de trastornos mentales”, que son los sillares que constituyen su concepto piramidal de “locura”. ¡Con qué facilidad llaman perturbado a quien no se ciñe al odioso ciclo gris! ¿Cómo pueden estar tan seguros de la veracidad de sus conceptos? ¿quién puede asegurarles que cada palabra no esconde autoengaño colectivo? ¿acaso no ponen de manifiesto su propia locura al creer en algo, al confiar en lo que hacen y en lo que dicen? ¡Actores!, ¡malditos actores que han aceptado representar el papel sin guión que les dio el creador del ciclo gris!, ¡eso es lo que son! Y cuando Richard crea haber identificado mi trastorno, me recetará unas cápsulas de colores que, sin duda, nublarán mi consciencia e intentarán hacerme olvidar lo que ahora sé; me volverán ciego, negándome la perspectiva, para que no pueda distinguir los evidentes límites del ciclo gris y creer así que es lo único que existe. ¡Jamás lo permitiré! ¡Antes tendréis que matarme!

 

–No puedo creer lo que acabo de escuchar –dijo mi esposa cubriéndose el rostro con las manos –tú no puedes ser mi marido; no te reconozco, Joseph, no te reconozco…

 

–Cariño… vuelves a equivocarte. Sigo siendo yo y lo que es más… siempre he pensado así. Aunque no te guste creerlo, sabes que todo lo que he dicho es cierto. La apariencia… vuestra fe ciega en la diosa apariencia es el problema, y no yo. La percepción que tenéis del mundo que os rodea no deja de ser una profundización superficial en su apariencia exterior, sin llegar nunca a traspasarla, tal vez porque no necesitáis hacerlo para vivir cómodamente. En el fondo sabéis que lo que existe detrás puede ser muy peligroso, y no os falta razón –dije cerrando los ojos.

 

Susan empezaba a mostrar signos de incontrolable nerviosismo:

 

–Creo… creo que estás sufriendo una crisis, Joseph. Llamaré inmediatamente a Richard, esto puede ser grave.

 

–¡De acuerdo, Susan! –dije con suma tranquilidad. Es evidente que deseas mi reingreso motivacional en el estúpido ciclo gris, pero puedes tener por segura una cosa: ningún ciego va a enseñarme como funciona aquello que sabe manipular, pero cuya naturaleza desconoce.

 

¡Ah, por cierto Susan! –me dirigió una confusa mirada– una última cosa antes de que llames a nuestro amigo… el mecánico neuronal: durante todos estos años de feliz matrimonio –y sabes que no ironizo– sólo un único, pero gran secreto, he ocultado a tu conocimiento; entenderás que haya tenido que ser así: todo, absolutamente todo lo que he escrito no ha sido el producto de mi imaginación, sino una detallista transcripción de fenómenos reales, tan reales como tú y como yo. Jamás he tenido una pizca de imaginación, cariño. Lo siento.

 

Susan temblaba de pies a cabeza, y cuando a su mente consciente tornaron los contenidos reflejados en mis once novelas, COMPRENDIÓ; comprendió instantáneamente la espantosa pesadilla que había visto la luz a través de mis palabras; entonces –con los ojos desorbitados de puro terror– gritó con todas sus fuerzas, intentando asimilar la certeza de un horror imposible que había devenido en realidad, hasta caer desvanecida sobre la cama.

 

Comprobé su acelerado pulso mientras mesaba con ternura sus encanecidos cabellos. –No te preocupes, querida Susan–, susurré con la mirada en el sol sin brillo que emergía sobre un horizonte de edificios; –no te preocupes, pues por vastas que sean las lejanías recorridas por nuestros conocimientos, nadie podrá escapar jamás del ciclo gris–.

 

Nadie.

 *

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