Si en este preciso momento alguien les preguntase “¿Qué pueden recordar de sus vidas?”, con toda seguridad se sentirían sorprendidos ante sus propias respuestas. Sin duda recordarían primeramente aquellos acontecimientos a los que mayor trascendencia e intensidad emocional hubiesen destinado. Es muy probable que a continuación recordaran una extensa serie de fugaces imágenes del pasado, tremendamente espaciadas en el tiempo e inconexas entre sí; con mucha suerte podrán rememorar sus pensamientos asociados a aquellos momentos únicos. Si analizan con detenimiento estos datos rescatados del pozo de la memoria se percatarán de que ninguno pertenece a días consecutivos; es más, podrán comprobar por ustedes mismos su incapacidad para recordar un solo día entero de sus vidas sin oscuros “vacíos” o momentos absolutamente inmemorables. Pero lo más terrible es, sin duda, la imposibilidad de recuperar el más mínimo fragmento de CIENTOS de los días que han conformado nuestra existencia. Desde la perspectiva del presente dichos días son, en la práctica, completamente inexistentes, como si jamás hubiesen sido vividos.
El verídico proceso que acabo de plantearles puede verse culminado con una inquietante pregunta: ¿Cuántas páginas creen ustedes que necesitarían para plasmar cronológicamente todos los acontecimientos (sin añadiduras interpretativas) en su memoria, con su propio puño y letra? –“incontables”- respondería una confiada mayoría. Les invito a realizar la prueba, mas no me hago responsable de la lúgubre angustia que puedan sentir al contemplar el número total de páginas escritas. Creo que no resulta descabellado afirmar que la relación entre vida y memoria llega hasta el punto de la identificación, quedando la primera reducida a simple existencia en ausencia de la segunda.
Como bien saben, la Ciencia es ahora la nueva religión, siendo sus inmutables leyes el único punto de apoyo válido para comprender la realidad objetivamente. Si en la antigüedad era el sacerdote, portador del conocimiento, quien explicaba a las gentes el movimiento del Sol como efecto de la voluntad divina, en la actualidad es el científico quien explica a la población el movimiento del Sol como consecuencia de la actuación de fuerzas específicas determinables. En ambos casos, tanto ustedes como yo –gentes sencillas que sólo conocemos aquello que la experiencia vital nos ha enseñado- nos vemos obligados a creer ciegamente; pues ni podemos demostrar tales fenómenos por nosotros mismos ni, en base a nuestra ignorancia, refutarlas.
Desde la perspectiva científica, es un hecho comprobado que la memoria sufre con el paso del tiempo un progresivo deterioro, acorde con la decrepitud del organismo donde reside. Sin embargo, yo puedo asegurarles (a pesar de mi reconocida ignorancia científica) que tal afirmación es una falacia. Todos hemos oído hablar en alguna ocasión de ancianos que conservan una capacidad memorística prodigiosa, cualitativamente mejor incluso que la de sus propios hijos de mediana edad. La explicación científica a este fenómeno resulta un tanto difusa: factores ambientales, mayor capacidad innata, utilización de técnicas y entrenamiento adecuados… etc. Con su permiso, me gustaría exponer la razón de mis acusadoras palabras; mas he de advertirles previamente que dicha razón resulta “extraordinaria” en el sentido más literal del término. Tengan en cuenta que no tengo nada que ganar revelando mi conocimiento y es, sin embargo, mucho lo que puedo llegar a perder.
El principal motivo que me induce a escribir este mensaje es el miedo a olvidarlo. Suena extraño, pero pronto comprenderán por qué mi miedo está lejos de ser infundado.
Ayer por la noche me fui temprano a la cama; estaba cansado y el ligero dolor de cabeza que me había perseguido durante todo el día comenzaba a crecer en intensidad. No sin dificultades conseguí conciliar el sueño, aunque plagado de grotescas pesadillas, de las cuales únicamente puedo recordar la impresión de absoluto sin sentido. Cuando mi consciencia alcanzó el estado de duermevela –ya saben, ese momento previo al despertar durante el cual no estamos enteramente dormidos ni totalmente despiertos- me invadió la extraña sensación de no estar del todo solo dentro de mi sueño. Allí, ocultándose entre la confusión de imágenes oníricas que crea la mente durante las tinieblas de la inconsciencia, se encontraba una entidad, una execrable presencia alimentándose con mis recuerdos. Al verse descubierta en su parasitaria actividad, proyectó sobre mí una oleada de odio crudo, con tamaña fuerza que atravesó todas y cada una de las fibras que componen mi ser. Al definir como “odio” esta proyección empática, intento establecer una analogía con la emoción que más pueda asemejarse, aunque aquello –por su inconmensurable grado de malignidad- estaba muy lejos de cualquiera de nuestras inconstantes pasiones humanas. Nada conocido puede sentir tan incontenible sed de muerte por una persona. Es la espantosa impresión que llevaré grabada mientras viva.
Desperté con un impacto de luminosidad dentro de mis ojos. Aquello había desaparecido llevándose consigo mis sombrías pesadillas (ahora comprendo por qué no solemos recordar nuestros sueños; quizás sea su saciedad, o su ocultamiento ante nuestra emergente consciencia, lo único que salva a nuestros sueños de ser devorados), y quién sabe cuantos de mis recuerdos, ya por siempre perdidos.
Ignoro lo que ocurrirá esta noche, pero temo lo peor: despertar en estado vegetativo o incluso… no volver a despertar. Por eso les hago llegar a ustedes este documento para que lo den a conocer con la mayor celeridad posible (se lo ruego de todo corazón), por si el día de mañana yo estuviese incapacitado para hacerlo personalmente.
Ejerciten siempre, constantemente su memoria; no permitan que su desidia alimente al innominable ser con fragmentos de sus vidas.
Recuérdenlo.
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