En aquella extraña noche estival, hacía poco que acababa de cumplir los diecisiete años, lo recuerdo perfectamente. Como todos los veranos, pasaba largas semanas en la casa de los abuelos, apartada en mitad del campo, a unos cuantos kilómetros del pueblo más cercano. Y cada año que pasaba, estas semanas se me hacían más y más largas, aburriéndome en aquellas lentas soledades, ahondando cada vez más en las intensas, alucinadas preocupaciones propias de mi edad. Estaba allí, más por complacer a mis abuelos, y dejar libres a mis padres una vez al año, que por mi propia voluntad. Cada año era más consciente que el anterior. Y estaba allí, sí, pero en el fondo mi mente volaba lejos. U hondo, no sabría bien decir.
Caminaba por las sábanas de la madrugada entre la vigilia y el sueño cuando comencé a sentir aquello. Sentir es la palabra. Y lo que sentí es que la realidad mutaba a mi alrededor, que era absolutamente ajena a mi experiencia, y puede que a la de cualquier otra persona sobre la Tierra.
Sentí la gravedad de la luna, y cómo ésta, lenta, milimétricamente, iba aproximándose a mí, cada vez más grande, más luminosa, más amplia… cómo una gigantesca calavera cósmica de cuencas abismales.
Todo iba ocurriendo en un silencio anómalo, como si la madrugada misma no pudiese creer lo que estaba ocurriendo. Yo observaba alucinado como lo imposible se desarrollaba ante mis ojos, creciendo, acercándose hasta entrar en la atmósfera. Era como si estuviésemos cayendo por un pozo astral o la luna hubiese revelado su naturaleza orgánica de coloso durmiente. Cada vez más y más cerca…
Vi los cráteres, de todos los diámetros, los cenicientos relieves, grisáceos y blancos, la seca y castigada faz ocultando la negritud del firmamento con su mortecina luz reflejada. Mi perpleja cordura comenzó a danzar…
…cuando vi que las polvorientas llanuras comenzaban a removerse, y cómo pequeños torbellinos aparecían aquí y allá, horadando la palidez, abriéndose ante lo que los producía. Emergieron esqueletos con sus espectrales caras y brazos vueltos hacia el cielo, en mi dirección, como en silente plegaria, despertando de un letargo de eones. Eran cientos, miles, tal vez millones… un océano óseo de cuencas negras que seguía acercándose, animados por su voluntad de unirme a ellos, buscando un abrazo familiar a través del tiempo, del espacio.
Y entonces sentí cómo la gravedad de aquella unívoca fuerza de voluntad comenzaba a separarme los huesos de la carne. No sentí dolor, sino liberación, como si toda esa bolsa de músculos, sangre y fluidos de mi cuerpo no fuese más que un molesto lastre, un tejido parásito, que me había mantenido sujeto a la Tierra hasta ese preciso momento. Sentí que me despegaba, que flotaba, y que pronto me uniría a mis hermanos muertos en las profundidades del océano de polvo lunar.
Supe entonces lo que siempre había intuido. Que la luna es el cementerio de los solitarios, de los raros, de los que pasan las noches en vela observando los astros sin saber por qué, de los que no encajan, de las personas sensibles que ven a través de lo material, de los soñadores que no pudieron conformarse al despertar, de todos aquellos que sufrieron sin tregua mientras respiraban, de los desintegrados por el dolor, de los aislados por su propia mente, enfermos de soledad… y que la Tierra era el infierno reservado para el resto de seres de polaridad contraria, para los hambrientos de lucha, de las dádivas de la carne y la sangre humanas.
Flote en el abandono y me hundí en la paz eterna.
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