La casa de muñecas estaba situada en la mesa más alta, junto a la ventana; el lugar más resplandeciente de toda la habitación. Allí, en su interior de lujoso ensueño, convivían en eterna armonía unas preciosas muñequitas de porcelana, vestidas con maravillosos trajes de fantasía, cuyos colores creaban destellos de ilusión a su alrededor al tiempo que realzaban la encantadora palidez de aquellos rostros cincelados y sonrientes.
Aunque el increíble atractivo de cada una de ellas estaba fuera de toda duda, la singular belleza de Celine superaba cualquier prodigio surgido de las fuentes de la divinidad. Así era conocido y reconocido por todos los juguetes de la habitación que, en su gran mayoría, profesaban por Celine una profunda devoción.
Un regimiento de soldados de plomo marchaba siempre alrededor de la casa de muñecas, protegiendo su tranquilidad del posible –aunque poco probable– ataque de algún juguete malévolo. Formaba parte de este regimiento un soldado diferente, muy diferente a los demás, aunque sólo él era consciente de ello, pues su apariencia era idéntica a la del resto de sus compañeros.
Sólo este soldado sin nombre sintió por Celine lo que nadie sentía, sólo él pudo ver en Celine lo que nadie veía, más allá de la insondable barrera de su belleza infinita.
Un día de primavera, el soldadito de plomo, buscando el momento oportuno y armándose de valor –más del que necesitó en todas las batallas del pasado juntas–, se acercó a Celine, que paseaba distraídamente por los jardines de la casa de muñecas. Debía comunicarle todo lo que sólo él sabía.
–¡Hola Celine! –dijo nerviosamente.
–¡Hola soldado! –contestó ella, siempre sonriente– ¿Qué deseas?
–Yo… yo sólo quería que… que… –sus torpes palabras se ahogaron en un mar de confusión–.
Celine lo miró con expresión entre divertida y sorprendida. El soldadito, víctima de un miedo que jamás había sentido antes –el miedo a la incomprensión–, balbuceó, con sus ojos de pintura fijos en el suelo, las siguientes palabras:
–Sólo… sólo quiero que aceptes este… regalo. Y le entregó su pequeño corazón de plomo.
–¡Gracias! –dijo Celine, recogiéndolo entre sus blancas manos. Y con un fugaz movimiento, besó al soldadito en una de sus mejillas, para alejarse después saltando alegremente entre las doradas flores del jardín.
El soldadito de plomo notó que enrojecía por dentro, y se sintió feliz.
Pasaron los días, y comprendió que su agridulce fracaso a la hora de comunicarse con Celine le había afectado profundamente. Sabía que jamás podría expresar con palabras la complejidad de sus pensamientos ni la hondura de sus sentimientos; y la evidencia de esta incapacidad le hacía sufrir de una forma indescriptible. Comenzó a desfilar descompasadamente, su mirada estaba siempre perdida, e incluso llegó a extraviar su fusil. Sus superiores lo recriminaban constantemente por su actitud y sus compañeros de regimiento empezaron a pensar que se había estropeado por dentro.
Su última esperanza estaba depositada en el fondo de su corazón. Sólo esperaba que Celine pudiese interpretar lo que en su interior, sin ambigüedades, estaba escrito.
El eco de sus oscuros pensamientos pronto se tornó insoportable en su interior. Sin poderlo evitar, dejó la formación y corrió en busca de Celine hasta encontrarla:
–Celine, tienes que darme una respuesta, algo con lo que llenar mi cuerpo vacío.
–¿Acaso no es suficiente uno de mis besos? –preguntó Celine inocentemente extrañada.
–Podemos dar mil besos, pero sólo un corazón –respondió el soldadito con tristeza.
–En ese caso –dijo Celine– espérame aquí un momento, te devolveré tu corazón.
–¿No… no lo llevas contigo? –consiguió decir con un hilo de voz apenas audible.
–¡Oh no, no podría con todos! –contestó Celine ilusionada– ¡guardo juntos todos los corazones que los soldaditos me regalan! Espero poder encontrar el tuyo, aunque no te preocupes, no importa, ¡son todos iguales!
–Sí… todos iguales… –repitió mecánicamente el soldadito sin nombre mientras volvía a su puesto arrastrando su alma hecha jirones.
Aquel soldado de plomo luchó en mil batallas, ganó cientos de reconocimientos y honores, y su valentía y ferocidad en combate no tuvieron parangón. Llegó a ser con el tiempo un héroe legendario, aclamado, temido y respetado por todos.
Sin embargo, nunca dejó de sentir un profundo vacío, una extraña aflicción dentro de su pecho cubierto de medallas, cada vez que levantaba su mirada hacia arriba, hacia la resplandeciente casa de muñecas.
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