*VERSIÓN AUDIORELATO por CORMAN (CUENTOS DE LA CASA DE LA BRUJA)
Lo reconozco. Soy un hombre terriblemente nervioso. Podrán inferir por lo que voy a contarles que mis palabras son filtradas por la oscura nebulosa donde se condensan paranoia, imaginación exaltada, labilidad emocional… y otros estados anormales que amenazan continuamente la frágil estabilidad de la cordura. Allá ustedes, no soy quien para rebatir los prejuicios de nadie y me limito a exponer los hechos.
Cada día salgo de mi anodino trabajo a las ocho en punto de la tarde, llego a mi casa sobre las ocho y cuarto, invariablemente, pues nunca ocurre nada extraordinario que altere esta secuencia. Cuando entro y cierro la puerta, justo en ese preciso instante, presiento –con la misma certeza del marino que sabe que es brisa lo que acaricia su rostro- la existencia de alguien o algo que me espera pacientemente oculto en algún lugar insospechado de la casa sumida en sombras. Es visible mi carencia de bienes atractivos al hurto y evidente que vivo solo, con espartano estilo de vida cercano a la miseria. Hace tiempo que renuncié a mi fe en la humanidad, sin fuerzas para soportar otro egoísmo que no fuese el mío propio. Soy perfectamente consciente de la irracionalidad de esta impresión de peligro latente, pero…¿Quién puede asegurarme con rotundidad que me equivoco? ¿Y si eso puede captar mi despreocupada confianza en la razón y aprovecha este momento para cumplir sus misteriosos propósitos? El miedo es una medida de autoprotección, activada en ocasiones ante amenazas que solamente la intuición identifica. ¿Saben por qué los miedos que aparentemente no tienen razón de ser son tan profundos y persistentes?, porque existe una pequeña, minúscula, remota posibilidad de fundamento real en ellos; cualidad que los hace extremadamente improbables, pero no imposibles; y la razón sólo conoce una ínfima parte de todo lo que ocurre en el universo. Desgraciadamente, yo no tengo el poder para vivir ignorando todo esto.
Mi ritual diario es metódico e inquebrantable. Primeramente pulso el interruptor de la luz del pasillo para disolver la oscuridad. Como cuando era niño, la oscuridad sigue teniendo un poder atenazador sobre mi mente. Para mí representa el terror ante el límite de nuestro sentido más preciado: la vista. Tras esta frontera, todo se vuelve conjetura e incertidumbre, lo conocido deja de serlo tanto y descubrimos una perspectiva de la realidad inmensa, sobrecogedora, que escapa a nuestro control y nos somete a sus inmutables dimensiones. Además, cualquier sonido en la oscuridad revela aspectos sobre su naturaleza que pasan desapercibidos en presencia de una fuente de luz. Una vez iluminado el pasillo, paso a examinar minuciosamente el interior de cada una de las habitaciones: miro detrás de la puerta, bajo la cama, dentro de los armarios e incluso encima de estos, por si acaso; siempre con movimientos rápidos e impulsivos, sugiriendo la valentía que se presupone posee quien lleva a cabo semejante análisis exhaustivo, como si el hecho de realizarlo respaldado por la lógica y la experiencia ausente de encuentros a lo largo de muchos años sirviese de amuleto para anular automáticamente esa temida, eterna probabilidad. Espero que eso que se esconde a mis sentidos, pero que se insinúa con evidencias, no sea consciente de esta pequeña sutileza mental que utilizo para enmascarar mi terror; sobre todo cuando llega el momento de comprobar la normalidad en determinados puntos concretos de la casa: el armario empotrado en el pasillo, el ángulo oscuro en el cuarto de baño, el reverso de la puerta entornada en la última habitación por examinar… A veces me pregunto que ocurriría si, en ese momento en el que la tensión se relaja ligeramente, el momento totalmente inesperado, me encontrase de bruces, traumáticamente, con eso que sé que jamás me voy a encontrar; el Horror hecho real, llevado hasta su máxima expresión… prefiero no pensarlo, creo que moriría en el acto.
Sin embargo, mi examen a conciencia de todas las estancias no es del todo tranquilizador, tiene un pequeño defecto que me atormenta: cuando estoy asegurando una de las habitaciones, eso puede trasladarse imperceptiblemente a mis espaldas desde una habitación aún no revisada hasta otra que ya haya pasado mi prueba. De este modo, mi trabajo queda completamente invalidado y vuelvo a la situación de partida, con mi ansiedad notablemente incrementada ante esta nueva probabilidad que, además, pondría de manifiesto la aguda inteligencia e indudable determinación del Horror que carece de nombre.
Solamente cuando concluye este concienzudo proceso puedo comenzar a cenar en relativa tranquilidad. La antigua lampara del salón vierte su luz amarillenta sobre el desgastado mobiliario mientras ceno en silencio. En este momento, la soledad se magnifica, parece cobrar vida, ocupándolo todo. Existen pocas cosas más tristes que un hogar vacío. Las casas asimilan el ambiente que reina en ellas. Una tristeza resignada, melancólica, impregna las paredes del hogar de una persona solitaria. A veces la sopa queda fría en el plato cuando me pierdo absorto en mis lúgubres pensamientos. Que triste soledad la que envejece con el lento pasar de los años…
Tengo por arraigada costumbre, antes de conciliar el sueño, leer pequeños fragmentos de viejos libros que llevan entre sus páginas recuerdos de tiempos mejores. Rara vez me intereso por los pretenciosos contenidos que encierran; prefiero rememorar quien era yo cuando asomaba mis inmaduros ojos ávidos de sabiduría a estas mismas páginas, ahora en manos del hombre que cambiaría toda su sabiduría por un minuto de juventud. Pero pronto el crudo presente se impone sobre mi fragmentado pasado empañado por la nostalgia, recordándome que mi vida vacía es lo único que existe.
Con el sueño llega el fatídico momento de reposar en el lecho, abandonando la casa a la oscuridad y sus enigmáticas intenciones. Es el momento de implorar a la fatiga su poder para nublar la consciencia.
Pero el descanso no llega, porque angustiosos sonidos se encargan de ahuyentarlo. Chasquidos que resuenan en algún rincón antes de extinguirse, crujir de madera, tal vez liberada de alguna presión, el breve chirrido de las bisagras de la puerta del cuarto de baño… sí, todos tienen su lógica explicación: cambios provocados por el descenso de la temperatura ambiental, una ligera corriente de aire… pero no todo lo que sucede se rige por las leyes de la lógica.
El tiempo pasa lentamente, mientras la angustia se acrecienta. Los ruidos, aunque espaciados, no cesan. Aquello que los produce deja claro que no quiere ser olvidado. El sueño es una ficción. No puedo dormir porque tengo que velar por mi vida, cuidar de que ese sonido apagado, tan similar a un paso cauteloso, no siga acercándose más de lo que lo está haciendo. Creo que está escuchando torvamente el acelerado palpitar de mi corazón. Seguro que puede contemplar mi rostro petrificado en la oscuridad, su medio natural, y si tiene algo parecido a una boca, ahora estará sonriendo. Pero eso no es humano, y por lo tanto ni siquiera comprenderá el sentido de las actitudes humanas, como yo no puedo conocer sus motivaciones ni la causa que hacen necesario mi terror. Un débil siseo en el aire. Ha debido ser un descuido en el ritmo de su respiración, educada para ser imperceptible incluso en el silencio. Sigue acercándose. Así lo interpreta mi cerebro a través de mis aguzados sentidos tras procesar una información recibida sin mediación de mi consciencia. Ya debe estar muy cerca de mi cama… el miedo me atenaza, no puedo moverme. Mi corazón… sabe lo que se acerca, su proximidad lo desboca… el sudor baña mi cuerpo rígido. No puedo soportarlo más. Estoy a punto de volverme loco por un absurdo. Sólo necesito encender la luz para que todo vuelva a la normalidad. Busco a tientas el interruptor sobre la mesita de noche, sintiéndome avergonzado por haberme alterado tanto, lo pulso y…
¡El Horror! ¡el Horror! ¡el Horror! ¡el Horror!
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