Enamorarse es una tragedia subjetiva. Nadie, ni siquiera otro enamorado, puede comprender la hondura de tu dolor, salvo en burda analogía. Maldigo una y mil veces la hora en que mi trabajo me condujo hasta su casa, en lo alto de la colina. Mi vida hubiera sido otra de no haberla conocido. La primera vez que la vi, quedé atrapado por su presencia; sentí la inconmensurable dicha de estar vivo, el regalo sobrenatural de vivir, aunque fuese por escasos minutos, a su lado. Y la segunda vez que la tuve frente a mí, ya estaba condenado. Para siempre y sin remedio. Y digo bien: sin remedio.
Ella vive en la casa con sus padres y sus hermanas; también con sus hijos. Porque tiene hijos ¿saben? Pero a mí eso no me importa. De hecho, me parecieron los seres más entrañables de toda la creación. Y cuando terminé los trabajos de soldadura en el patio, ya no me quedaron excusas para volver a ese bendito lugar: agoté las pocas que resultaban creíbles. Regresé a buscar una tan extraviada como inexistente herramienta que no encontraba por ningún sitio; volví para revisar unos remaches importantísimos, porque un trabajo bien hecho y la seguridad son para mí lo primero; tampoco fue molestia acercarles la factura a casa, con un generoso descuento por ser tan excelentes clientes. Y todo en menos de una semana.
El tiempo me devora por dentro en la soledad de mi piso. Una obsesiva desesperación rige cada segundo de mi vida arrebatada. Como en la frase tópica: ella es mi primer pensamiento al despertar, el último antes de dormir, y la llevo siempre en mi sentir durante el resto del día. ¿Cuál será el remedio a este embrujo diabólico? En sueños, mi anhelo se hace real: vivimos juntos, en la inabarcable felicidad de la mutua compañía. No sé si este autoengaño, este alivio momentáneo de la mente vale la fría amargura que me hiela al despertar, y que me persigue después como un halo de inasumible tristeza.
Y mis escasos amigos intentan distraerme, consolarme en vano: “Es demasiado joven para ti”,”ella no te quiere, peor para ella”, “el mar está lleno de peces, ya encontrarás a tu verdadero amor”, “pues yo no sé que has visto en ella, la verdad…” y cuanto más tratan de ayudarme, más me hunden en la miseria. ¿Qué sabrán ellos? ¿Cómo se atreven a nombrar el Amor, con mayúsculas? Ellos… que son una piara de cerdos a cual peor… incapaces de distinguir una cena romántica de una película porno de bajo presupuesto…
Estoy condenado. Perdido. Sé que jamás volveré a ser quien fui, a recuperar la libertad de mi alma, y que ella nunca sentirá por mí ni una sombra de la ternura que a mí me embarga estando a su lado. Así pues… ¿Qué puedo hacer? Nada… salvo retirarme a la oscuridad de mi infierno personal y levantar allí un altar de dolor en su nombre… para honrarlo con mi sangre… y mis lamentos…
Porque para cada uno de nosotros pasa, una vez en la vida, el tren del Amor genuino, transformador. Es cuestión de suerte estar ahí en el momento, lugar exacto. La decisión trascendental se toma, para bien o para mal, sin mediación del pensamiento, en menos de un segundo, con la chispa mágica que crea el vínculo imperecedero. Algunos pierden sus brazos al intentar asirse a un tren demasiado rápido. Otros descubren, una vez dentro, que escogieron el tren equivocado, el que les conduce a la perdición. Yo caminaré por estas vías desérticas, tras el recuerdo de lo que pudo ser, y ya nunca será.
Nadie puede comprenderme, pero ella es mi amor, ahora y por siempre. Se llama Clotilde.
Y pone huevos.
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