06 – DUELO EN HIGHVILLE – Luis Bermer | Cuentos de Terror
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06 – DUELO EN HIGHVILLE

PORTADA DUELO

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Dedicado a mi amigo Italo Ahumada

 

Jim observó con alivio la entrada de Highville al final del escarpado camino. Palmeó cariñosamente el cuello de su buen caballo, agotado tras horas de marcha bajo un sol que abrasaba el cielo. Atrás dejaba el serpenteante ascenso hasta la cumbre plana del monte Creek, donde Highville nació como olvidado asentamiento de fugitivos patéticos y desgraciados; y aún más atrás quedaban los días de precaria supervivencia a través del Valle de la Desolación. Pero, al fin, lo había conseguido. Había llegado.

Y juraría que esta vez nadie lo había seguido.

Atravesó el arco de madera reseca que daba la bienvenida a Highville. Conocía bien este lugar, porque el destino ya lo había arrastrado hasta aquí en varias ocasiones, tanto como hombre de ley –en su ya lejana juventud– como ahora, proscrito en mil condados. Sus habitantes se autoabastecían con sus cultivos y cabezas de ganado, además de los productos de cuatro comerciantes locos que, muy de vez en cuando, venían cargando mercancías de turbia procedencia. A su derecha, más allá del borde del precipicio y perdiéndose en el horizonte, la vista del Valle de la Desolación le trajo recientes, dolorosos recuerdos. Los carroñeros, famélicos, sobrevolaban aquella inmensidad tortuosa. Tras las desgastadas montañas que bordeaban el valle, el Torbellino Rojo elevaba su monstruosa presencia hasta fundirse con el cielo de tierras distantes.

Los cascos de su caballo resonaron por la calle principal del pueblo. Sólo el ulular del viento abrasador lo acompañaba, levantando olas de polvo fantasmagórico. Se cubrió el rostro bajo el ala de su sombrero, avanzando casi a ciegas. Jim no había visto un alma desde que entrara, algo sumamente extraño incluso para un pueblo pequeño y apartado como Highville. A su izquierda reconoció la fachada del Saloon, con sus puertas entornadas. Ningún sonido… ninguna carcajada estruendosa, ni arrastrar de sillas, ni puñetazos de rabia sobre las mesas de juego…ni siquiera aquí. Entonces Jim comprendió que algo extraño tenía que haber ocurrido. ¿Dónde estaban todos? ¿Acaso habían abandonado el pueblo? ¿Por qué? Todas estas preguntas bullían en su cabeza cuando alzó la vista, distinguiendo entre el polvo una figura oscura e inmóvil al final de la calle.

El jinete de negro se fundía con su montura. Parecía un centauro salido del infierno. De su espalda asomaba la culata de un rifle. Sin ver su rostro, Jim se sabía observado; puede que durante largos minutos ya.

No sabía cómo, pero le había vuelto a encontrar. Una vez más.

Jim detuvo su caballo con un suave tirón de las riendas. El animal relinchó, y sonó como un canto de la vida sobre este silencio de polvo y desolación. Desmontó despacio, observando al jinete sin pestañear, y caminó por el centro de la calle. El tintineo de sus espuelas, el rechinar de la tierra suelta bajo sus botas, el tacto de su viejo colt 45… conformaban la triste melodía, tan familiar, que desde siempre lo acompañaba. Tantos años, tantos lugares… mezclados –e indistinguibles ya– en la masa informe de su memoria.

Su perseguidor descabalgó, apartándose de su caballo, que se erguía imponente como una estatua de roca oscura. Avanzó con paso firme. No había miedo, ni dudas… sólo determinación en aquella forma de andar. No era impostada; podría reconocerlo a leguas de distancia. “Puede que éstos sean mis últimos momentos –pensó sin querer– Higville será mi tumba”. Y una sonrisa amarga se dibujó en su rostro.

El jinete de negro también se detuvo en mitad de la calle. El sol flotaba en la canícula, a su derecha; no sería una ventaja para ninguno de los dos. Jim distinguió el fugaz destello del metal de las pistolas gemelas en su cintura. Sabía lo que estaba a punto de ocurrir, como si futuro y pasado fuesen las notas repetidas de esta triste melodía, que sonaba y sonaba…

Se observaban con fijeza. El tiempo se había petrificado entre ambos. Las manos oscilaban levemente junto a los muslos, los dedos electrificados… Un segundo, en un segundo la eternidad engulliría a uno de ellos para siempre, dejando un cadáver descomponiéndose como único recuerdo, pasto de los cuervos.

 –Mi cabeza debe estar muy cara para que me hayas seguido hasta aquí ¿eh, amigo? –gritó Jim con la intención de desconcentrar a su rival–. Pero el sarcasmo sonó ridículo incluso a sus oídos. Y se volvió en su contra.

Entonces ocurrió. Como un relámpago que nace en el seno de la tormenta, Jim captó un movimiento fugaz que desencadenó automáticamente lo inevitable. El tiempo volvió a distorsionarse mientras la mente se ausentaba para dejar su lugar al instinto, a los reflejos aguzados por la experiencia de años luchando contra la muerte.

Sus manos volaron vertiginosas. Un estampido ensordecedor rompió el silencio, seguido por otro igualmente bronco que pareció responderle con idéntica violencia. Jim vio el humo blanco, olió la pólvora quemada, escuchó un zumbido gris sobre el eco retumbante en sus oídos, un crujido sordo… sintió algo en su cabeza…

La calle pareció contraerse sobre sí, como un túnel abierto por arriba, y escuchó una nueva explosión, expandiéndose a su través. Una onda que anunciaba muerte.

La realidad se tornó confusa. Durante un instante, el tiempo se detuvo. Jim vio al jinete de negro retorcerse, justo antes de caer desplomado de espaldas.

Los límites y contornos de la calle volvieron a asentarse en la realidad cotidiana. Su sombrero, atravesado por la bala, había volado unos metros. Con la mano aún temblorosa, se acercó hasta su rival inerte. No pudo evitar que un estremecimiento le recorriera el cuerpo al contemplar la cara de su enemigo, quien había estado a punto de poner fin a sus días.

Era una calavera amarillenta, que parecía burlarse de Jim con su sonrisa desdentada. Le faltaba un trozo de cráneo, allí donde el disparo había impactado.

Con un gesto nervioso y ayudando al percutor con su mano izquierda, Jim descargó su colt en una estruendosa ráfaga sobre el cuerpo muerto, hasta que el tambor giró vacío. Al fin, su último encuentro.

Jim cabalgó de nuevo. Sabía que le exigía a su fiel montura un esfuerzo extraordinario; pero ya habría tiempo para descansar, lejos del pueblo maldito de Highville, donde no volvería jamás…

Transcurrieron horas desde la partida de Jim, y la noche pronto engulliría estas calles desiertas de vida. El jinete de negro comenzó a ponerse en pie despacio, sacudiéndose el polvo que casi le había cubierto por completo. El hueso destruido por los disparos seguía regenerándose sin pausa, segundo a segundo; pronto su rostro cadavérico estaría intacto otra vez. Se ajustó bien el sombrero, casi hasta las cuencas, y se dirigió hacia su caballo, que apenas se había apartado de su lado mientras yacía en una quietud absoluta.

Si alguien hubiese estado allí mirando, habría visto la negra silueta de centauro recortándose contra las llamas apagadas del crepúsculo, avanzando lentamente por la calle. A pesar del viento y las horas, las huellas de la precipitada huida de Jim aún eran visibles; no importaba la distancia que hubiera podido recorrer… constituían una guía infalible.

Le concedería la absurda ventaja del tiempo.

Después de todo, pronto sería también un jinete de las sombras.

Y excelente, por cierto.

*Publicado en el libro ¡CORTADLE LA CABEZA! y otros relatos de terror

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