Ya sólo le quedaban dos caramelos de café. Había cogido un buen puñado de la bandeja de dulces, polvorones y garrapiñadas sin que nadie la descubriera, pero ya sólo le quedaban dos. Y a pesar de ello, los párpados se hacían cada vez más y más pesados, los deseos de abandonarse al sueño aumentaban por momentos… pero tenía que aguantar. Este año aguantaría, hasta el final. No como en años anteriores –no volvería a sentir esa decepción consigo misma al despertar–. Porque esta vez lo vería. Vería entrar a Santa Claus a dejar los regalos junto al árbol. Aunque tuviese que morir de sueño.
Si sus padres se enteraran de que, en este momento –las cuatro y cuarto de la mañana–, ella, su pequeña Alicia, estaba en el sofá del salón, arropada con dos mantas, la sábana y el cobertor arrancados a su cama, la bronca que le caería sería… inolvidable. Aunque eso a ella no le importaba; sería un aceptable precio a pagar con tal de ser testigo, al fin, de la llegada de Santa Claus. Hacía mucho frío, aunque sentirlo en la cara le ayudaba a mantenerse despierta. Ya no podía faltar mucho tiempo, tenía que estar a punto de aparecer. Desde su trinchera de algodón adivinaba las formas del árbol de navidad, junto al rincón, débilmente iluminado por la luz lunar que atravesaba, fría, silenciosa, el cristal de la puerta del balcón. Y por allí, no sabía muy bien cómo –porque la puerta sólo se abría desde dentro– pero por allí, debía entrar su querido Santa Claus… ¿Se acordaría de todo lo que le había pedido? ¿Cómo sería aquel momento mágico que estaba a punto de ocurrir? ¡Qué emoción!
Sin pestañear, atenta a cualquier movimiento en la puerta del balcón, Alicia sentía el paso del tiempo, nada ocurría, escuchando el silencio, luchando por no caer bajo el sueño. De repente, su corazón se contrajo dentro del pecho, impactado. Justo detrás de ella, dos inmensos ojos azules la miraban desde arriba.
–¿Me esperabas, Alicia?
Ella sólo acertó a asentir débilmente, aferrada a las mantas, sin poder separar la mirada de aquellos azules ojos magnéticos, profundos, que parecían brillar en la oscuridad con luz propia. Temblaba de miedo y emoción. Ahora que lo tenía delante no lo podía ni creer… ¡Era él! ¡¡Santa Claus!!
Sin dejar de observarla, Santa comenzó a rodear la mesa camilla dirigiéndose hacia el árbol con su voluminoso saco de regalos a la espalda, sin hacer el menor ruido. Alicia lo encontró enorme, gigantesco; tanto a él, con su traje rojo y blanco, como al saco de tela que cargaba. No lo recordaba así de las tardes que lo vio en el centro comercial. No era el mismo, desde luego. Aquel parecería un niño a su lado. La barba se asemejaba a la de su abuelo aunque ésta, en verdad, era como de nieve. Y sus ojos… eran increíbles, cambiaban a cada paso que daba: verdes, púrpuras, grises, plateados, otra vez azules… y tenían una expresión que nunca había visto en nadie, entre bonachona y alucinada, divertida y aterradora… imposible no mirarle.
–¿Se te ha comido la lengua el gato? –preguntó Santa, chispeante y tierno, sin borrar su gran sonrisa tras la barba.
Alicia escuchó la pregunta dentro de su cabeza, pero ningún sonido.
–¿Po… por dónde has entrado? –se atrevió Alicia al fin.
Santa hizo un gesto con su mano libre. Y la puerta del salón se cerró con un susurro.
–Por la chimenea…
Alicia dudó largos segundos.
–¡Pero si no tenemos chimenea! –replicó alegre, por descubrir el truco-juego de Santa.
–Por la chimenea de tus sueños –contestó alzando una pícara ceja de algodón.
Alicia no supo qué decir, pero le sonó muy bonito. Su sonrisa se amplió aún más entre los mofletes.
Santa dejó su gran saco cerca del árbol de navidad. Parecía pesar una tonelada. Por lo menos.
–¿Tú no deberías llevar ya varias horas durmiendo, mi niñita? –Ahora sus ojos eran de un verde amarillento.
En el salón ya no hacía ni pizca de frío. Alicia se deshizo de su refugio de mantas –hasta empezaba a sentir calor con ellas encima– para apoyarse en el reposabrazos del sofá más cercano a Santa.
–Es que… tenía muchas ganas de verte.
–¡HO HO HO! –La grave carcajada resonó en la cabecita de Alicia como un trueno– Pero… ¡si nos hemos visto esta misma tarde en el centro comercial!
Alicia titubeó. Ambos sabían que él no podía ser el mismo que estaba en el centro, pero no se atrevió a contradecir a Santa; corría el riesgo de quedarse sin sus juguetes. Y puede que se tratara de otro de sus truco-juegos. Como el de la chimenea.
–Bueno… verás –dijo mirándole con esquiva timidez a los ojos.
Que eran inmensos, circulares. Hipnóticos.
…es que… algunas de mis amigas dicen –Y al llegar aquí tragó saliva.
–¿Qué dicen tus amiguitas, Alicia?
…pues que tú no existes, que es todo un invento de los padres para engañar a los niños pequeños. Dicen ellas que cómo va a repartir, un solo hombre, millones de juguetes por todo el mundo en una sola noche –Alzó la mirada, temiendo la reacción de Santa.
–¿Y tú que crees, Alicia? –Sus ojos eran pozos sin fondo.
–Yo… ¡yo te quiero mucho! –dijo saltando a su lado– ¡Y creo que son tontas! ¡Tontas del culo! ¡ups! –Alicia se llevó una mano a los labios, arqueando las cejas, sonrojándose. ¡Se le había escapado un insulto delante de Santa!
Comprensivo, Santa Claus se inclinó ligeramente para poder mirarla a la altura de los ojos, apoyando una mano, que parecía descomunal por contraste, sobre su hombro.
–Tus amigas no son tontas, Alicia. Pero yo no puedo existir para ellas si no creen en mí. Por eso tú me ves ahora aquí, en tu casa, justo antes de dejar tus regalos; y por eso ellas nunca me verán, y serán sus padres los que tendrán que suplir mi labor, dejando sus regalos en mi nombre, sueños y deseos que yo podría hacer realidad sin esfuerzo. Por no creer en mí.
Tan cerca, Alicia se había perdido por completo en los ojos de aquel ser maravilloso, mientras flotaba en sus dulces palabras sin sonido, que impregnaban de regocijo su alma, su corazón. Eran como lagos de agua etérea, mágica, cálida e infinita. Y nadaba en ellos, plena de dicha, como si hubiese alcanzado las playas de un paraíso interminable.
–Y ahora debes irte a la cama, o tus padres se enfadarán con razón si descubren que no estás dormida –Santa se incorporó, diluyendo parte del hechizo.
–¡Pero yo quiero ver cómo dejas mis juguetes! ¿Me los has traído todos-todos? –Los nervios la recorrían de pies a cabeza.
–¿Sabes, Alicia, que muchos niños en el mundo –niños como tú– ni siquiera tienen agua para beber? –La expresión de Santa se tornó algo distante.
–Sí, ya lo sé, en Africa… ¿Pero puedo ver si t…
–Alicia, debes tener en cuenta lo que muchos han sacrificado para que tú puedas disfrutar de tus juguetes –Santa la observaba, paciente.
Alicia notó el cambio. Con Santa no valían las formas que usaba con su padre y con su abuelo. Había en él algo… diferente, no sabía si superior, que lo hacía muy distinto al más entrañable de sus familiares.
–Ya sé que tengo mucha suerte por todo lo que tengo, Santa –Alicia intentó parecer menos excitada, sin conseguirlo– Pero sólo quería preguntarte… ¿llevas ahí todos los juguetes de todos los niños?
Santa recolocó el saco para que no se vertiese hacia un lado; después la miró por debajo de sus blancas cejas.
–En este saco guardo todas las ilusiones, deseos, promesas y oraciones que los niños me mandan, junto con lo necesario para poderlas hacer realidad. Y como ves, mi pequeña, es un saco muy grande –Santa le guiñó un ojo.
–¿Puedo ver cómo lo haces? –Alicia estaba fuera de sí– ¡¡porfi porfi porfi porfi porfi!!
–¡Ssschhh! ¡Vas a despertar a tus padres! –advirtió Santa con un grueso dedo sobre la barba, mientras agarraba con fuerza el saco– Tus juguetes ya se están haciendo. Los verás mañana por la mañana, y ahora…
–¡NOOO! ¡Enséñame uno! ¡sólo uno! ¡la casita y me voy!
Santa la inundó con su extraña mirada cambiante.
–Entonces no tendrás todos tus regalos, Alicia. Aún no están preparados.
–¡Me da igual! –tenía los mofletes colorados– ¡Es mi mayor deseo!, ¿no lo ves? ¡Y es lo que quiero, lo que te pido!
Santa fijó en ella sus ojos circulares.
–Acércate pues.
El saco se abrió para ella como la inmensa boca de un túnel. Un fuerte hedor la golpeó en la cara; una vaharada pestilente.
Y allí, de todos los tamaños y colores, entremezclados con los juguetes a medio hacer, fundiéndose con ellos en un pastoso bullir, Alicia contempló el interior del saco: manos arrancadas, cabezas sin ojos, largas tiras de piel…
Y muchas otras cosas más.
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