*Versión Audiorelato, en CUENTOS DE LA CASA DE LA BRUJA.
En esencia no es un trabajo difícil. Hay que separar las piezas azules, sólo las azules, de entre todas las que llegan entremezcladas por la cinta; de las amarillas, rojas, verdes y blancas se encargan el resto de compañeros. Debemos mantener una constante atención para que no se nos escape ninguna; los del final de la cadena corrigen, pero también delatan. A mí me gusta, de alguna forma siento que nací con aptitudes para esto. Es sencillo, requiere más de un cierto gusto por la rutina que de la inteligencia. Por eso no comprendo muy bien por qué a veces no me encuentro satisfecho, cuando es lo mejor y más gratificante que sé hacer. Nunca he oído una queja en mis compañeros ni tampoco un atisbo de esa necesidad en mí mismo; aunque también es verdad que apenas nos quedan energías tras acabar la jornada para caer en el sueño reparador, no digo ya para conversar vacuas filosofías. Hay algo novedoso, original y extraño en mi forma de razonar últimamente. Creo que se ha producido un inesperado cambio interior, ignoro si debería denominarlo “evolución” para ser justos con la realidad. El caso es que no recuerdo semejante grado de complejidad en mi pensamiento en ningún momento de años pasados. Ahora pierdo el tiempo con ideas ajenas al trabajo. Me sorprendo imaginando qué tipo de aparato necesitará todas estas piezas para funcionar, ¿y para qué servirá exactamente?; más importante aún si cabe… ¿quién o quiénes le darán uso? Mi pobre mente carece de respuestas a estos interrogantes que, por causa de tales ausencias, no hacen sino multiplicarse en cientos de nuevas preguntas en torno a la ignorancia que ahora brilla ante mí. ¿Qué clase de mundo se extiende tras estas paredes inmensas? Me siento invadido por la nostalgia de algo que no conozco ¿Acaso no es extraño? Siempre he vivido aquí encerrado, salvo que de ahora en adelante sin la dicha de mi simplicidad. Ideas e imágenes aberrantes quiebran mi concentración; ¿Qué importancia pueden tener unas piezas de colores frente al universo ignoto en que se hallan inmersas, como nosotros? ¡Desconozco tanto de lo fundamental! Ni siquiera puedo intuir quién ha ideado y construido este lugar. No creo que hayan sido tipos como aquel que nos vigila desde lo alto de la plataforma. Demasiado insignificante para tan magna obra, no, no puede ser. Algo muy, muy superior, en todo caso. Algo que no cabe en la imaginación, algo que pensó cada una de estas palabras que considero mías, cada uno de los objetos que percibo y manipulo, cada movimiento que es efectuado. Con una finalidad, un plan maestro que se ejecuta con precisión sin el menor error, en perfecta armonía de sus elementos. ¿Seré yo uno de esos objetos creados con una función concreta, sin más? Me resisto a creer que sí pues, de ser eso cierto, ¿qué sentido podría guardar este repentino aumento de mi capacidad mental? Si no ha sido necesario hasta ahora y mis operaciones laborales siguen siendo las mismas de siempre… ¿no se habrá producido en mí el primer gran fallo? ¿De qué sirve todo este procesamiento? Se me ocurre, como única alternativa al improbable error causal de este despertar de la conciencia, un signo de cambio: debo buscar un trabajo complejo que se adecue a mi nuevo estado y disposición mental, ¡pura lógica! Ignoro las obligaciones de mi próxima ocupación, pero es que tampoco debo preocuparme porque los detalles del plan maestro no son asunto mío. Haré lo que deba hacer. Alguien, más simple y feliz que yo, vendrá a separar las piezas azules, según lo establecido. Y ahora solamente debo abandonar la cadena y emprender la busqu…
* * *
Arthur, supervisor de la planta, fumaba con los brazos apoyados en la barandilla contemplando, como todos los días de los últimos ocho años, el mismo paisaje industrial frente a él. Ruido, órdenes, calor, chispazos, humo, chirridos, problemas, cables, actividad mecanizada, posos de hierro en los pulmones, resultados, más problemas, repuestos, productos, prisión. Estaba cansado, tal vez sólo aburrido; o puede que ambas cosas fundidas en una nueva enfermedad perenne del alma. Dejó caer la colilla, viéndola empequeñecer en su descenso a los infiernos que vigilaba como un centinela ciego de hastío. Leonard subía ¡clang, clang! por la escalerilla. Jefe técnico y aún podía descubrírsele, de vez en cuando, una sonrisa en la cara. Todo un misterio indescifrable para Arthur. No sabía si apreciarle u odiarle por ello.
–¿Qué pasó, Leonard?
Con un bufido, el hombre se recostó en la barandilla. Olía a sudor, mezclado con óxido.
–Hoy no hemos parado –dijo sin fuerzas–. El cortaplanchas del primer subterráneo sigue con sus cortes de fluido; el apaño con el que tira no va a llegar siquiera al jueves, así que díselo a los gordos con estas palabras a ver si hacen caso o que vengan ellos a arreglarlo. Colapso del sistema en la línea 4f, durante 56 minutos 44. Que contabilidad vaya preparándose a encajar pérdidas clase negra. Lebitz 12, soldador, se precipitó a las 13:21 en la caldera del nivel 2; posible negligencia, aunque no se descarta el desgaste de arneses –por confirmar–. ¿Sigo?
–Sigue.
–Bien. Tres perforadoras del séptimo subterráneo están paradas, los chicos siguen destripándolas; una cuarta se ha hundido en una sima no descubierta por el equipo de compactación –no me preguntes–. Los tubos de nitrógeno del generador central presentan fisuras susceptibles de mandarnos de cabeza a los bancos del juicio final. Y para rematar la jornada decirte también que por aquí debemos tener una comunidad de duendecillos aprendices de mago negro.
–¿Duendecillos? ¿Has dicho duendecillos…?
–O como quieras llamarlo. El caso es que el cuarto brazo mecánico de la cadena de distribución de microcircuitos base-A estaba intentando arrancarse los anclajes del suelo cuando me avisaron.
–¿QUÉ?
–Lo que oyes. Lo he abierto. La programación: perfecta. Las piezas mecánicas y hardware, del cargamento del mes pasado. Me he tirado casi dos horas revisándolas y comprobando las conexiones: nada, relojería suizojaponesa. ¿Explicación? Ninguna o los duendecillos. Así que lo he desarmado, le he quemado la CPU y algunos cables y lo he arrojado al depósito de devoluciones. ¿Es correcto o te acabo de meter en un lío?
–Correctísimo. Tranquilo, yo no hubiera sido tan delicado.
Los dos hombres quedaron largo rato en silencio, envueltos por el ruido incesante de su mundo cotidiano. Arthur sacó la cajetilla y le ofreció a Leonard, que lo aceptó sin necesidad de observar la trayectoria de su mano; después se llevó uno a los labios y encendió ambos con un movimiento rápido y preciso. Los cigarrillos se transmutaban lentamente en parte del humo que ocultaba las alturas de la techumbre.
–¿Sabes, Arthur? –dijo el técnico con ojos entornados, soñadores–. A veces, cuando las veo trabajar o estoy metido entre sus cables, casi me parecen personas.
Arthur sonrió involuntariamente.
–Está hecho un romántico de la era industrial. Yo jamás confundiría a Jane Dowsey con una destrabadora modelo Orisis, qué quieres que te diga. Me da que andas necesitado de unas vacaciones forzosas.
–¡Oh no, yo también me quedo con la Jane y sus nalgas de acero, no te creas! –rió Leonard con ganas, dándole una palmada en el hombro mientras se retiraba de vuelta al trabajo: ¡A Lambden, al gordo de Lambden si que le tiran las destrabadoras, JAJAJA!
Ya no le veía, pero aún le llegaba aquella voz socarrona bajando por las escaleras, distante, confusa entre vapores y golpes metálicos.
–¡Lambden-Orisis! ¡Lambden-Orisis! ¡Menuda pareja ¿eh, Arthur? ¡Jajaja!
Como un monigote articulado, Arthur observó a su compañero perderse entre cadenas de montaje, bullicio y máquinas, sumergirse en un mar artificial de olas atornilladas y sus movimientos repetitivos, en cadencias apresuradas y brillantes de níquel, gris cálido. Arthur se quemó la encallecida piel de sus dedos.
Sus dedos de metal.
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