Versión audiorelato de «El camión de la basura», en «Terror y nada más»
Versión de «El camión de la basura» con ilustración, en canal Youtube de «Terror y nada más»
Versión IVOOX, de «Terror y nada más»
No podía dormir. El maldito reloj digita l marcaba las tres cincuenta y uno AM y yo seguía despierto. El insomnio parecía encontrarse muy cómodo junto a mí últimamente, sobre todo desde que me embarqué en ese condenado proyecto empresarial sin recursos suficientes para cubrirme las espaldas ante el peor de los imprevistos. Los vientos del azar suelen ser caprichosos… y muy crueles.
Me levanté pesadamente y enfundé mi cansado cuerpo en la bata de tela acolchada que mi hija Sara me regaló para conmemorar mi medio siglo de estancia sobre la Tierra. Encendí un cigarrillo y salí al balcón. Un viento glacial recorría ululando las desiertas calles cubiertas de nieve.
Diez años. Habían transcurrido diez años desde que nos dejó, pero para mí siempre será el día después. Mi esposa era inteligente, empática y, sencillamente encantadora. Pertenecía a esa extraña clase de personas que no parecen ser de este mundo, pues su sola presencia hacía comprender lo maravilloso que resulta poder vivir cada momento, mágico, diferente a los demás. Cuando la conocí necesité creer en Dios para poder explicar su existencia, pues la naturaleza es incapaz de reproducir este tipo de milagros.
Ocurrió una noche de invierno. Ella bajó a tirar la basura, y yo lo permití egoístamente por ahorrarme una pequeña molestia. Ella no volvió jamás. Desapareció, sin dejar rastro, sin motivo… para siempre. No fue un secuestro, ni una huida, pues hubiera preferido morir voluntariamente mil veces, si no por mí, sí por nuestras hijas, que tanto la necesitaban.
La búsqueda no cesó ni por un instante durante años, años de indescriptible dolor y vacío, que hicieron de la vida un jirón de locura irrefrenable. Todo terminó de la peor de las maneras posibles: igual que empezó. Por siempre arrastraré la eterna duda –tan similar a la completa ignorancia– respecto a su destino.
Arrojé a la calle lo que quedaba de mi cigarrillo, exorcizando con él mis negros recuerdos. El inconfundible zumbido, sucio y ruidoso, del camión de la basura llegó con claridad a mis oídos, a pesar de la enorme distancia a la que debía encontrarse. El viento siempre es buen mensajero cuando se ampara en el silencio de la noche profunda. No me había percatado de la presencia de un viejo vagabundo que se resguardaba del intenso frío, acurrucado entre cartones, en el umbral del portal del edificio de enfrente. Al contemplar escenas como ésta no puedo evitar un profundo sentimiento de vergüenza y desprecio hacia mi propia persona. Nadie está libre de culpa.
Progresivamente, el desagradable bramido del camión de la basura fue creciendo en intensidad y volumen, como prueba de su inminente proximidad. No podría explicar con exactitud el por qué de esta impresión, pero encontraba en aquel sonido algo repugnante, orgánico, un pulso de malignidad subyacente que la balbuceante cacofonía del motor parecía querer ocultar, sin conseguirlo del todo. Tal vez el cansancio y la falta de sueño estuvieran afectando a mi capacidad para controlar los pensamientos absurdos.
Me disponía a volver a la cama cuando el camión hizo su aparición por un extremo de la calle, deteniéndose junto a los contenedores metálicos de la esquina. Cierto es que había pasado mucho tiempo desde la última vez que veía uno, pero no tanto como para olvidar cómo eran, y aquel camión de la basura no se parecía a ninguno que yo hubiese visto anteriormente a lo largo de mi vida. Era completamente negro, no tenía faros –o al menos no encendidos– y el poliédrico diseño de su abultada carrocería parecía fluctuar mientras una espectral luminosidad amarillenta emanaba por entre los descubiertos engranajes de su estructura. Desde sus laterales se descolgaron dos sombrías figuras –indistinguibles hasta ese momento–; pensé que eran hombres… hasta que los vi correr. Las similitudes con el ser humano quedaban limitadas a la posesión de cabeza y torso vagamente antropomórficos. Sus cinco extremidades, largas y articuladas como patas de araña, eran utilizadas indistintamente para el desplazamiento con precisión y rapidez sobrenaturales. En la parte central de sus cuerpos contaban con un apéndice tentacular desproporcionadamente desarrollado, surcado de brillantes púas óseas y rematado con tres pares de pinzas de evidente utilidad prensil. Con demoníaca velocidad uno de los seres arrancó con su mortífero apéndice un pequeño arbolito plantado recientemente, mientras el otro levantaba en vilo al viejo vagabundo, que sólo pudo emitir un gemido de ronca sorpresa antes de ser arrastrado e introducido en la parte posterior del rugiente camión. Una vez terminada su labor, ambas criaturas saltaron para fundirse con la masa blasfema de aquel vehículo. La operación no había durado más de cinco segundos. Acto seguido, el camión se puso en marcha con un furioso bramido, para desaparecer frente a mis atónitos ojos mucho antes de haber recorrido siquiera la mitad de la calle, tragado literalmente por la nada y sin dejar huella alguna sobre la uniforme capa de nieve.
Pude escuchar, sin embargo, como aquel rugido deleznable se perdía lentamente en el retorno hacia su lejano e inconcebible destino.
Deja una respuesta