Como cada noche, los dos cenaban en la mesa del comedor. Él levantó la vista del plato. Ella le estaba mirando, sin dejar de llevarse la cuchara a la boca. La observó con detenimiento. Las arrugas en sus mejillas eran las páginas del libro de los años. Él había estado allí para leerlas. Durante décadas. Y juntos se habían internado lenta, tiernamente en el otoño de la vida, como una tarde que, sin hacer ruido, se precipita en noche inesperada. Sin embargo, en aquellos ojos vítreos que le atravesaban no había cariño, no había ternura, mucho menos amor, ni siquiera reconocimiento… sólo una mirada mecánica, helada, subrayada por un sorber de sopa… que comenzaba a inquietarle. Porque aquellos ojos carecían del brillo propio que confiere una personalidad, sustituido por la fijeza opaca de los cristales en las muñecas de juguete, con su fallido simulacro de vida…
–¿Quién es esta mujer con la que vivo? –se preguntó a sí mismo, dejando de comer, sorprendido por su propia pregunta. ¿Qué sé de ella realmente? –mientras le seguía mirando sin pestañear. Sintió un escalofrío de miedo, como el que sufriría al encontrarse con un extraño animal. Todos estos años, acompañados mutuamente. Pero la ilusión de conocimiento no es el propio conocimiento –se dijo. El encantamiento de los días encadenados, las rutinas… habían tejido un velo que ahora comenzaba a rasgarse bajo esa mirada. ¿Y si toda aquella familiaridad fue el embrujo continuado de los sentidos? –pensó. ¿Qué ocultaban? ¿Con quién he vivido? Y el escalofrío creció hasta ser un estremecimiento, una revelación pura…
Ella también había dejado de comer. Y notó que era observado, tal y como, hasta hace un momento, él la observara a ella. Su gesto había cambiado. Temblaba. Las miradas se encontraron, viendo por vez primera, expandiendo la realidad de un abismo a su alrededor, hundiéndose la una en la otra –un pozo de ojos desorbitados–, cayendo en esa oscuridad, cada vez más rápido, más y más profundo, comprendiendo… comprendiendo…
Él tosió violentamente, llevándose una mano a la boca.
Ella se sobresaltó. El abismo desapareció al instante.
–¿Estás bien?
–Sí, no es nada –dijo él, volviendo a su plato.
Ambos siguieron cenando en silencio.
Como cada noche de los últimos cuarenta años.
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