21- SEÑOR DEL MAL – Luis Bermer | Cuentos de Terror
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21- SEÑOR DEL MAL

A pesar de sus descomunales dimensiones, la estancia olía a putrefacción. En la oscuridad casi total, junto a uno de los rocosos muros y sobre un lecho apelmazado de restos humanos, se erigía el Señor del Mal, como un dios monstruoso exiliado de todos los panteones. Su mole se perdía en las alturas, una montaña de carne amorfa, palpitante en algunos de sus obscenos pliegues y de un verde putrefacto en otros, envuelta en vapores de corrupción y nubes de moscas rabiosas. Algunos huesos parecían querer rasgar desde el interior la grasa, la piel correosa cubierta de llagas y cicatrices que los aprisionaban. Y allá en la cima, donde habría de existir un rostro, el Señor del Mal exhibía un enorme agujero abierto en la carne, que se abría y cerraba, se abría y cerraba sin descanso… boqueando un murmullo gorgoteante, e inaprensible.

 

La única, escasa iluminación, provenía de los tres corredores horadados en la roca, cuyas bocas vomitaban tenues resplandores rojizos y anaranjados en la inmensa oscuridad de la caverna. El Señor del Mal resultaba, medio vislumbrado, medio intuido, una visión de pesadilla ante esa luz insuficiente.

 

Del corredor central comenzaron a llegar ecos de pasos y voces apagadas, temerosas. Poco después, precedidos por sus sombras titilantes, emergían hombres de variopinto aspecto, constitución y catadura, organizados en pulcra fila india. Todos avanzaban mirando hacia su siguiente paso; era la forma de mostrar respeto y sumisión incondicional ante el Señor, así como una precaución para no tropezar con ningún desnivel de la roca o alguna de las criaturas, blanquecinas e indefinibles, que se escabullían entre sus pies como serpientes. Un rumor grave, contenido, les acompañaba en su travesía por la oscuridad. Algunos tosían para aclararse la garganta, dominados por el nerviosismo; y las toses sonaron tan ridículas, patéticas, en aquella majestuosidad tenebrosa de espacios sólo imaginables, que los abrumados hundieron –aún más– sus cabezas entre los hombros, como si intentaran esconderse en sí mismos.

 

El primero en la fila, un hombre de piel oscura y ojos gélidos, les guiaba con paso firme; parecía que no era la primera vez que caminaba por este lugar, pero para muchos de ellos, resultaba evidente que así era: según se iban acercando, y la masa ingente del ser que habían venido a buscar se convertía en una realidad irrefutable para sus sentidos, comenzaban a trastabillar, temblando sin remedio. Nunca imaginaron que su presencia fuera a ser tan… inhumana.

 

El Señor del Mal detesta a los cobardes –les había advertido su guía, pero a medida que la fila avanzaba, su paso se iba haciendo lento, cauteloso. Ninguno podía evitarlo. Aquel ser colosal les hacía sentir indefensos, minúsculos ante su tamaño y su aura de maldad casi respirable. De repente, un bramido gutural, atronador, surgió de la montaña de carne como una erupción sonora, una tormenta cacofónica de voces fundidas en un tono salvaje, que se expandió en olas de negrura. En la fila, los nervios de algunos hombres se quebraron definitivamente. Toda la valentía que les impulsó hasta aquí se desvaneció, quedando en su lugar la esencia pura del miedo animal. Unos quedaron paralizados, como lívidas estatuas de sal, otros cayeron al suelo, hechos ovillos fetales, temblorosos. Un joven alto y delgado corrió despavorido, intentando huir por donde habían llegado. Y a los pocos metros del umbral, una sombra se interpuso entre él y su salvación. Como una ráfaga de viento, se lanzó sobre su cuerpo, pegándose a su piel. Su primer grito de sorpresa pronto aumentó hasta ser un aullido de sufrimiento. Los pocos que se atrevieron a mirarlo vieron cómo la carne se deshacía lentamente, burbujeando, cayendo en goterones al suelo; sus ojos eran dos gelatinosas lágrimas blancas, que se escurrían junto a las pastosas mejillas sobre el pecho. Y así siguió gritando hasta que dejó de tener garganta para hacerlo. Sus compañeros de fila caídos se habían unido a él, como bultos negros de brea siseante, en una sinfonía de dolor. Los demás –aún conmocionados– se pusieron a caminar de nuevo. Y entonces comprendieron que no era roca lo que estaban pisando desde que entraron…

 

El guía de la fila se detuvo, al fin, frente a un enorme montón de objetos compactados de toda clase: cuerdas, hachas, telas que habían sido prendas de vestir, piedras… formando un parapeto que rezumaba sangre como un extraño animal herido frente al Señor del Mal, que se alzaba sobre ellos, un océano vertical, imposible, de carne corrupta. El olor era espantoso, y tuvieron que luchar por retener los vómitos.

 

El primer hombre se adelantó un paso. Metió las manos en los bolsillos del pantalón y sacó un cuchillo en un trozo de tela ensangrentada. Lo mostró en alto, justo antes de arrojarlo al montón.

 

–Violé a una chica. Después, le corté el cuello con ese cuchillo.

 

El Señor del Mal se inclinó levemente hacia él desde las alturas, como si pudiera verlo a través del agujero en la carne por el que habló, con su voz compuesta de mil voces:

 

–Cuatro años más de vida –retumbó, con ecos abismales.

 

El hombre hizo una leve reverencia antes de dirigirse hacia la derecha de la deidad, donde se abría la boca de uno de los tres corredores iluminados. Una vez vio salir a su compañero, el siguiente en la fila ocupó su lugar. Intentó que su mano dejase de temblar mientras sacaba un revolver de su chaqueta. Lo elevó sobre su cabeza, y lo echó al montón. Allí quedó entre los pliegues de un saco.

 

–Disparé a mi hermano hasta matarlo –dijo con voz medio estrangulada.

 

–Cinco años más –sentenció el Señor.

 

El tercer hombre era de baja estatura, casi calvo y con una expresión de odio perenne grabada en las facciones. Con una inclinación, empezó a exponer sus actos:

 

–Ordené el genocidio de una odiosa minoría en mi país. Murieron miles, no sabría decir cuántos exactamente.

 

El Señor del Mal se removió, acompañado de un sonido de humedad pegajosa según se volvían a asentar las masas de carne en su nueva posición.

 

–¿Los mataste a todos tú, en persona? –La pregunta cayó como un alud furioso y ensordecedor sobre él.

 

El hombre se inclinó un poco más. Unas gotas de sudor empezaban a resbalarle por la frente.

 

–Yo di todas las órdenes a los comandantes, mi Señor –consiguió decir, sin saber dónde mirar.

 

El Señor del Mal volvió a tronar, escupiendo rabia aterradora.

 

–¿No manchaste tus manos de sangre?

 

–No… de forma directa; pero sin mi or… –No pudo terminar la frase.

 

En la montaña de carne se abrieron varias pústulas, largas y serpenteantes, y una miríada de tentáculos fue expulsada al exterior, lanzándose sobre el genocida. Uno de ellos le rodeó la cabeza, a la altura de los ojos, mientras otros lo tomaban por las piernas y la cintura, elevándolo sobre el suelo. La fila retrocedió espantada, ante los gritos angustiosos del hombre que intentaba zafarse sin conseguirlo. Entonces los tentáculos comenzaron a presionar. Y los gritos de dolor, entrecortados, aumentaban de volumen para horror de todos los que lo observaban debatirse. Su agonía pasó a un alarido mantenido de sufrimiento, mientras los tentáculos empezaron a tirar en sentidos opuestos, sin soltar a su víctima. Unos crujidos amortiguados pero audibles, escalofriantes, salían del hombre, cuyas cuerdas vocales debían haberse quebrado ya en el éxtasis del dolor. De súbito, el cuerpo se partió en dos con un restallido de huesos y músculos; los tentáculos arrojaron las dos mitades, casi con desprecio. En la fila les dio tiempo a ver cómo se descolgaban los pulmones, cómo se vertían las vísceras, antes de desaparecer en la oscuridad. Los gritos del pequeño hombre se acallaron.

 

Ahora quedaban once en la fila. Y el siguiente tuvo que ser empujado por los de atrás para avanzar.

 

Y de ellos, sólo seis dijeron aquello que el Señor del Mal deseaba oír.

 

 Transcurrieron muchas horas antes de que sonidos humanos volvieran a escucharse en la caverna. Llegaban por el corredor opuesto al que los seis afortunados habían tomado para salir de allí, conservando su vida y un poco más. Pasos, carraspeos y algún estornudo anunciaban a la muchedumbre que se acercaba. Eran no menos de veinte cuando al fin aparecieron. Todos ancianos, que avanzaban a duras penas; algunos de ellos casi no podían mantenerse en pie. Se dirigían hacia su Señor con extrema cautela, uno tras otro, tanteando con sus bastones la roca de sedimentos humanos para evitar cualquier caída que pudiera resultar fatal. Iban flanqueados por sombras inquietas, como charcos de petróleo viviente.

 

–¡Hablad! –retumbó la montaña de carne.

 

–Mi Señor –dijo el primero, con voz cascada, apenas audible–, venimos a pedir tu clemencia. Ya no podemos matar para ti como antes; nuestros cuerpos lo impiden. Pero sabes que nuestro deseo y nuestra devoción siguen intactos. Déjanos morir en paz, y perdona que no podamos traer ya las ofrendas que mereces, mi Señor.

 

El anciano inclinó el rostro, y cerró los ojos.

 

Algo sonó en el interior de la carne inmensa, como un trueno bajo tierra. Todos se estremecieron. Y desde las alturas cayó la voz:

 

–No temáis. Es el regalo de la eternidad lo que os voy a conceder…

 

Y largas tiras de carne hedionda se desprendieron sobre ellos, aferrándolos con fuerza, alzándolos entre gritos de desesperación como colgajos patéticos. Tres tropezaron para caer sobre las sombras devoradoras; pero el resto, uno por uno, desaparecieron pataleando por el abismo que era la boca, la cima, del Señor del Mal.

 

Y mientras caían, mientras los recibía en su interior infinito, su pensamiento –que era un fluido cambiante conformado por millones de mentes fragmentarias– entonaba un mantra desquiciado, una oración oscura que siempre fue la misma, pero cada vez más profunda, nunca igual.

 

–Somos Legión. Somos el Mal–

–Somos Uno–

 

Como siempre fue.

Como siempre será.

 

 

*Publicado en el libro ¡CORTADLE LA CABEZA! y otros relatos de terror

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