31 – MONEDA DE CAMBIO – Luis Bermer | Cuentos de Terror
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31 – MONEDA DE CAMBIO

La delgada figura del viajero emergió por encima de la duna apoyándose en su retorcido bastón, que se hundía en la arena a cada paso. Estaba llegando. Ya podía ver las puertas de Arana a través de la calima, y esta vez no se trataba de otro espejismo. No había tañido pues la campana de su muerte. No aún, como creyese pocas horas antes. Los guardianes contemplaron su penosa llegada con estática indiferencia, sin despegar un solo músculo del soportal de piedra donde descansaban sus espaldas. Cuando el viajero alcanzó el umbral, dos lanzas se cruzaron ante su cansado rostro.

–¿Vienes a participar? –le preguntó una voz seca.

–Claro –mintió.

Las lanzas se apartaron y entró en la ciudad. Con el paso del tiempo incontable aquella pregunta había quedado reducida a una vacua fórmula protocolaria de recepción sin el menor contenido; sin embargo, una respuesta inadecuada significaba morir. El trazado de la ciudad, visto desde el montículo de la entrada, no podría ser de mayor simplicidad y sentido pragmático: cuatro calles estrechas formadas por hileras discontinuas de casas bajas de un blanco cegador, dispuestas en paralelo en torno a una amplia avenida principal, en cuyo mismo centro se erigía, a modo de plazoleta, una elevada estructura tan extraña como discordante con respecto a la estética del resto de la ciudad. Se diría que había surgido de las entrañas de algún profundo infierno interior en épocas ya olvidadas; o clavada aquí por la caprichosa mano de algún dios monstruoso, del que nadie tuvo jamás conocimiento. Pero, en cualquier caso, no parecía posible –ni siquiera imaginable– que obra semejante fuese de factura humana. Durante largos minutos, el viajero quedó fascinado ante la visión de la onírica escena que se mostraba ante sus ojos, mientras los ciudadanos pasaban a su lado sin prestarle atención. Las orillas de la avenida, hasta donde alcanzaba la vista, se encontraban rebosantes de tenderetes donde bullía el movimiento de gentes diversas, que se afanaban en la búsqueda de curiosos objetos y artilugios sorprendentes. El viajero sintió un súbito y delicado tirón en sus ropajes; un escalofrío de horror le hizo retroceder involuntariamente cuando descubrió aquello que lo había causado. Un niño le tendía su esquelética mano de ramitas quebradizas, esperando la buena voluntad de este extranjero cuya cara desconocía, pero que intentaba descifrar desde las profundidades de sus ojos hundidos entre arrugas innaturales. Cientos de años parecían pesar sobre su anómala niñez. El viajero rebuscó en sus bolsillos, y le ofreció tres monedas de plata acompañadas de una forzada sonrisa. El chico las sopesó con una indisimulada expresión de extrañeza que al instante se tornó desprecio, y las arrojó de vuelta a sus pies sin mediar palabra, dando media vuelta para perderse de nuevo entre la multitud, como si aquello jamás hubiese ocurrido.

Al agacharse a recoger su pequeña y repudiada fortuna el viajero observó, estupefacto, que aquellas arrugas del niño se encontraban también en los cenicientos rostros de los ciudadanos; en todos y cada uno de ellos.

Superada la fuerte impresión inicial, el viajero se puso en marcha con renovada determinación, pues nada podía hacerle olvidar el objetivo que le había conducido hasta este lugar; la búsqueda que comenzó en los días oscuros de la Devastación, tan lejos ya en el pasado que se mixtificaban en la memoria con las pesadillas sin posibilidad de discernimiento. Así, se acercó a uno de los puestos menos concurridos para admirar todo lo que allí se exponía. Finas sedas estampadas con hilo de oro, talismanes crípticos, diminutas bagatelas de confusa utilidad, dagas y espadas con incrustaciones rúnicas, ídolos deformes tallados en jade, piedras trabajadas con técnicas irrecuperables, ostentosos collares traídos desde ancestrales tierras sagradas y una infinita acumulación de artefactos únicos cuyo valor resultaba intasable.

–¿Qué puedo ofrecerte, bienaventurado viajero? –preguntó el afable tendero con la invitación del entendimiento en su voz.

–No creo que tengas lo que busco. El algo difícil de encontrar en extremo.

–¡Seguro que sí! –replicó entusiasmado–. ¿Te has fijado en todo lo que hay aquí? Tesoros que se creen perdidos para siempre, artilugios encantados por cuya posesión marcharían a la guerra muchos reyes de Neralia, joyas arrancadas a los infiernos abismales que costaron la vida de héroes a los que aún cantan las leyendas… y todo está a tu alcance, noble extranjero, por precios en verdad ridículos. Los demás no pueden ofrecerte ni la mitad de las maravillas que aquí observas; pero dime, ¿qué es exactamente lo que buscas?

–Busco… humanidad.

El buen tendero no consiguió evitar que la perplejidad dominase la expresión de su rostro por un fugaz segundo antes de recobrar su habitual y eficiente compostura de hombre sabedor de los secretos y prodigios de la tierra.

–Me temo que no lo conocemos por el mismo nombre, amigo extranjero. ¿Podrías describirme cómo es su forma, sus dimensiones, alguna muesca distintiva de su superficie, los materiales que componen sus piezas, el linaje del artesano que la ideó? Te aseguro que la tendrás entre tus manos en menos de cuatro días si se halla en la región de Dhaom.

El hombre que llegó del desierto guardó silencio durante un fragmento de eternidad. Después habló:

–Olvídalo, comerciante. Agradezco tu interés aunque haya sido en vano. Me quedaré sin embargo con este delicado colgante de ónice y obsidiana. Aquí tienes.

Y le entregó una de sus monedas de plata.

El comerciante escrutó, extrañado, la moneda por ambos caras. Después de hacerla girar unas cuantas vueltas en el aire, la devolvió cogiéndola entre las yemas del pulgar y el índice, como quien acaba de aceptar una broma pesada.

–No entiendo por qué me entregas en pago este pedazo de plata, extranjero. Yo sólo soy un humilde mercader; el talento creador queda reservado a la genialidad de los maestros artesanos.

–¿Quieres decirme con eso que esta moneda, pequeña fortuna en cualquier asentamiento de Neralia, no tiene valor aquí?

–Exacto. ¿De qué puede servirme un montón de metal resplandeciente si los dones del arte me han sido vedados? Tendrás que pasar primero por el Aurioferlav para poder pagarme ese extraordinario colgante que has elegido –dijo señalando a la imponente edificación que se erigía en el centro de la ciudad, y que casi se perdía entre las nubes.

–Volveré pues; ¡no tengas prisa en venderlo!

–Confía, extranjero, confía.

La avenida principal era un hervidero de figuras avejentadas, escuálidas dentro de sus amplias túnicas y vestimentas a cual más extravagante, de miradas siempre perdidas en algún lugar distante tras el horizonte inalcanzable del firmamento, que visitaban un puesto tras otro sin mostrar cansancio pero tampoco energía o el menor atisbo de interés, sumidos de modo inalterable en cada una de sus acciones y movimientos en un opresivo silencio, casi absoluto. Cuidando de no tropezar con ningún ciudadano, el viajero se dirigió al colosal edificio, cuya fachada se presentaba recubierta de una especie de nauseabundo limo reptante, y de la cual surgían pináculos horizontales dispuestos en extraño orden. Mucho antes de llegar hasta el umbral de aquella monstruosidad arquitectónica, comenzó a distinguir los toscos caracteres tipográficos que daban nombre al edificio: AURIOFERLAV.

El pasillo poseía una extensión en apariencia ilimitada. Desde dentro, y merced a un enigmático efecto visual, la estructura triplicaba sus proporciones exteriores, dando la confusa impresión de poder albergar en su seno varias ciudades como Arana, algo lógicamente imposible. Además, resultaba innegable cierta analogía entre la avenida principal, auténtico corazón de la vida civil, y este pasillo por el cual paseaban los nativos su autómata actitud. Cabe señalar que sólo se detenían para entrar, por espacio de unos instantes, en cualquiera de los numerosos cubículos cromados en acero verde que se hallaban dispuestos simétricamente a lo largo de todo el corredor. Empujado por la curiosidad, se introdujo en uno de ellos eligiéndolo por intuición.

“Siéntese, por favor” –leyó en la pared al entrar.

En el mismo centro del claustrofóbico cubículo flotaba un disco de aluminio. Se sentó sobre él, y el mensaje de la pared cambió instantáneamente.

“Indique la cuantía temporal deseada” –invitó el nuevo imperativo.

Ante sí apareció un panel numérico con un pequeño cajón abierto en su costado.

¿Cuantía temporal? ¿Qué significa eso? –se preguntó ante el mensaje luminoso.

Tecleó una serie de dígitos al azar sobre el panel. Y la pared se transmutó de nuevo.

“70 Hors / 43 Mins / 35 Segs –¿Es correcto?”

Pulsó un botón con la afirmación impresa.

Entonces el interior del cubículo implosionó en una esfera de intensísima radiación blanca que pareció borrar el universo entero. Antes de que pudiera adquirir consciencia de lo que había ocurrido, la blancura se desvaneció dejando intacto su entorno. El viajero se sintió terriblemente agotado, como si hubiese recorrido cientos de kilómetros sin detenerse bajo el sol del mediodía; casi chocó de bruces contra la pared al intentar ponerse en pie. Su tono muscular era el de un niño, y su energía la de un anciano moribundo.

“Gracias. Hasta la próxima”

 

El cajetín del panel resonó con un tintineo metálico. En su interior brillaba un buen puñado de joyas cristalinas, de variado color y tamaño. Las tomó entre sus manos con delicadeza, como si no fuesen del todo reales y el menor movimiento brusco pudiese hacerlas desaparecer. Fue entonces, justo en ese preciso momento, cuando fue impactado por una certeza: aquello que sostenía era su tiempo vital hecho materia.

Desandar los pasos hasta el puesto del comerciante no fue tarea fácil. Le costaba respirar el aire, que parecía haber entrado en combustión; cada paso suponía arrastrar los pies penosamente y sentía el riesgo inminente de la pérdida de consciencia planeando sobre su cabeza. Los ciudadanos eran encapotadas sombras difusas que se movían a su alrededor, esquivándole; fantasmas vivientes a cámara lenta. Tuvo que esforzarse para llamar la atención del comerciante y que éste escuchase la pregunta que contenía su patético hilo de voz.

–¿Cuánto pides por el colgante?

–¡Ah, extranjero; no sabes cómo lo siento! –exclamó el vendedor puesto en jarras, pero acabo de venderlo hace escasos minutos.

–Me aseguraste su reserva hasta que volviese –le recordó, contrariado.

–No creo que fuesen esas mis palabras, buen viajero. Además, creo que su precio te hubiese resultado prohibitivo. Pero no te preocupes, tienes por aquí otros colgantes casi idénticos al que me pediste, por un precio sensiblemente inferior.

El extranjero clavó su mirada en el solícito vendedor, y señalo uno de los colgantes al azar.

–¿Cuánto por ese? –preguntó con deliberada frialdad.

–¡Oh, esa preciosidad! Te lo dejo en 50 Hors y 12 Mins, sólo por ser tú quien eres. Una ganga, amigo.

–Dámelo –ordenó, adelantándole todas las joyas obtenidas en el Aurioferlav.

–¡Sabia elección. Bienaventurado!; permíteme que sea yo quien te invista con esta magna obra de orfebrería –pidió mientras se lo colgaba del cuello–. No te arrepentirás, te lo aseguro. ¡Espera!, me has entregado más de lo debido –dijo, seleccionando algunas de las joyas y devolviéndole el resto. El extranjero tomó las piezas, y se alejó sin pronunciar palabra.

Fue por pura casualidad, al echar la vista atrás por encima del hombro, que observase el momento en el que el vendedor engullía con voracidad las joyas que acababa de entregarle en pago por el talismán que pendía de su cuello.

Estaba decidido a marcharse de este lugar siniestro al que sus pasos nómadas le habían conducido, fatal casualidad o inextricable causalidad –quién lo sabe–, cuando sus ojos captaron algo diferente a las hileras de comerciantes de la avenida. En la apartada esquina de una calle paralela, un anciano completamente desnudo velaba una pequeña fuente de la que manaba un líquido cristalino que bien podía ser agua. Se acercó hasta ella bajo los curiosos ojos del viejo y su sonrisa de dientes podridos. Bebió hasta saciar su sed en aquel chorro de agua refrescante.

–¿Cuánto te debo por el agua, anciano?

El viejo tardó en contestarle, con su voz profunda pero risueña:

–¿Por qué habría de cobrarte por algo que es de todos?

Sorprendido, el extranjero observó con mayor detenimiento al pronunciador de esas palabras mientras volvía a guardar sus joyas. Había algo diferente en el interior de aquella mirada, un brillo distintivo, especial. Malicia, tal vez inteligencia, o sabiduría…

–Tú no eres como el resto de tus conciudadanos.

–¿Qué te hace pensar eso, hombre de fuera?

–Para empezar… no llevas ropas mientras los demás se ocultan bajo ellas, como si se avergonzasen de sí mismos.

–Bueno, aún son jóvenes. Yo aprendí ya a separar lo esencial de lo superfluo.

–Y sin embargo, ellos parecen más viejos que tú.

–Pero no toda la culpa es suya. Son victimas de la circunstancia, y la circunstancia es que en esta ciudad no hay nada obvio que hacer, salvo lo que ya hacen. Y luego está el Aurioferlav…

El viejo entornó los ojos al mirarlo impulsivamente tras mencionar su nombre, como si su visión fuera a cegarle o, quizá, para comprobar que todavía seguía allí, bien clavado en el corazón de la tierra.

–¿Qué puedes contarme acerca de ese edificio? Nada he visto similar a ese engendro en mi largo peregrinar por el mundo.

–No mucho, nómada. Ya estaba aquí cuando yo llegué, y juraría que antes de que llegase la ciudad también. Tal vez nació con el desierto y el sol. O puede que sea un regalo de las estrellas.

–¿Qué quieres decir con eso? Las estrellas no hacen regalos; hasta los hombres están olvidando esa costumbre de reconocimiento mutuo. Además, ¿Qué clase de regalo busca la desgracia del halagado?

–Pareces ciego para haber viajado tanto ¿Acaso no has caminado bajo el espectáculo abismal de la danza de las estrellas? ¿Acaso crees que toda esa inmensidad pudo crearse con una simple finalidad estética? Si una estrella de luz puede caer sin más testamento que su estela… ¿Qué horrores no desechará la inconmensurable oscuridad que las rodea?

El viajero meditó durante unos instantes. Las palabras del viejo sugerían ideas lunáticas, improbables; lo cual no impidió que un desacostumbrado hormigueo de inquietud le recorriese el cuerpo y los recovecos del alma por igual. Observó con renovada curiosidad al anciano antes de responderle.

–Hay algo diferenciador en ti que no alcanzo a percibir con claridad, marcado por radical contraste en relación a quienes te acompañan con su presencia aparente. Puede que mi búsqueda haya concluido en este encuentro contigo, pero no estaré seguro de ello hasta que el tiempo desgaste las máscaras. ¿Por qué no abandonas este lugar y me acompañas de vuelta al templo donde esperan mi regreso con esperanza?

–¿Y que es eso que buscas con tanto afán y que crees haber hallado en mí? –preguntó el viejo, divertido.

–Humanidad.

La negra sonrisa volvió a dibujarse en el rostro curtido por el sol. Y con un estremecimiento involuntario de sus labios, ésta dio paso a una ligera risotada primero, que devino en carcajada incontrolable después, atronando los oídos del sorprendido viajero, que no comprendía los motivos de esta absurda reacción.

La carcajada fue en aumento, impulsada por los espasmos convulsos del cuerpo marchito. El viajero retrocedió, asustado. Y los ojos abiertos en perfecta circunferencia entre arrugas de piel tostada, implacables, reveladores, se clavaron en los suyos, a pesar de que ya había comenzado a huir de ellos.

–¡Estás loco, muchacho! ¡Buscas lo que no existe, lo que nunca existió! ¡JAJAJA! ¡Te han engañado! ¡Te han engañado como a un crío! ¡JAJAJA! ¡Tú si que estás solo y perdido en el mundo, crío!

El viajero corrió, esquivando, tropezando y chocándose con el bosque de fantasmales túnicas vacías, sin dejar de mirar con horror al viejo, que bailaba en círculos como una marioneta. Y corría porque el miedo se había desencadenado en su interior por causas originales, desconocidas.

–¡Corre, pobre loco, corre!

No era la voz de la autoconservación lo que instaba a sus pies.

–¡Corre y busca aunque jamás encuentres! –oía en las palabras.

Un nuevo instinto acababa de entrar en juego.

–¡Como un niño idiota! –siguió oyendo en mitad del silencio y la quemadura de aquellos ojos.

Un instinto despierto por un tono inaudito, sobrenatural, en el que volaban las palabras del viejo.

–¡Nunca hubo humanos, idiota!

Y cuando el viajero consiguió, al fin, alcanzar el desierto, librarse de la cuadrícula tras espantada travesía de sufrimiento, cayó entre lágrimas que apenas recordaba.

Hasta el silencio audible del desierto llegaba, no las frases, palabras o sílabas que articulaba el viejo en sus voces, sino únicamente el tono que había sobrecogido al viajero.

El tono por el que el mismo universo parecía haberse expresado.

 

 

*Publicado en el libro HORRORES DEL MAÑANA y Otros Relatos de Ciencia-Ficción Oscura

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