Comprendo cuán profunda, irremediable, absoluta es mi soledad, la auténtica, la que nada tiene que ver con la compañía o no de otros. ¿Qué importan los familiares o amigos que tengas cuando, de verdad, estás solo? Lentamente vas excavando en ti mismo, más y más, cada vez más hondo, hasta que deja de llegarte la luz del mundo, primero, para perder todo su significado, después. Porque, al final, en medio de la oscuridad, la pala topa con el estrato que no atravesará –aunque pudiera, pues el fondo aguarda mucho más abajo–. Es suficiente para comprender que, en adelante, la cordura ya no podría respirar. En ese estrato, tras largos años horadando la propia carne, la soledad es una condición alcanzada, forma parte de uno como lo hace la piel. Y allí no hay nada, ni siquiera un yo, que quedó mucho más arriba, olvidado como una estúpida máscara infantil. Sólo la nada, la absoluta intrascendencia de la vida y la muerte y cuanto conllevan, como una revelación que el mundo oculta bajo toneladas de carne.
En la oscuridad, el Tiempo desaparece y uno se funde con esa nada, en un dulce y progresivo sueño del cual, lo fácil, es no despertar. Es entonces cuando se activa la mente, alertada por la cercanía natural de la desintegración, creando ilusiones, falsas necesidades, impulsos… que induzcan en el cuerpo el movimiento de retorno al mundo de la superficie. Y así es como uno vuelve a la luz, al frívolo bullicio de la actividad humana.
Pero con la marca indeleble del conocimiento de la oscuridad.
Y cuando uno emerge parpadeando de su propio pozo, sobreviene el shock. La sensibilidad se ha agudizado, la lente perceptiva es más nítida, delicada. Y fuera todo es ruido, caos, un cambiante conflicto de intereses, un bombardeo irracional de estímulos. La luz daña. Todo es una agresión mantenida, constante. No a un yo que ya no existe, sino al organismo en sí. De manera que, paulatinamente, el cuerpo va retirándose de la luz, del estruendo incesante, buscando el estado en la superficie que más se asemeje al interior del pozo. La realidad más congruente y honesta.
Así fue como acabé convirtiendo la noche en mi día.
Como un hámster en su rueda, los simples creen poder escapar del pozo con sus frenéticos torbellinos de actividad diurna. Un pilar ideológico de la sociedad, que recubre el miedo a la revelación. Pero la mente escarba siempre que puede, a nuestras espaldas, mientras no miramos, mientras soñamos. Nos engaña durante el día, y trabaja de noche. Por eso estará siempre ligada al miedo.
Porque, en su silencio, resulta imposible no escuchar la pala, removiendo carne.
Mientras todos duermen, obedeciendo a ese frágil yo que les protege de seguir excavando hasta la soledad, yo salgo a pasear, incansable, por las calles desiertas. Sólo encuentro algún noctámbulo ocasional, que no soporta ni el día ni la noche, borracho, drogado, como absurda forma de anestesia. Mitigando los golpes de la pala.
Callejeo por las calles abandonadas, secas como las venas de un cadáver, alejándome del ruido de los escasos coches, de las luces de la policía. Mis pasos no suenan sobre las frías aceras. El cielo negro, cubriéndolo todo, es lo que más se asemeja al interior del pozo. La realidad palpita en estas horas, donde flota y se respira quietud, tan similar a la muerte.
En ocasiones camino por senderos no urbanos, escuchando los susurros de la hierba en la oscuridad, sus planes indescifrables para recuperar todo aquello que el hombre le arrebató. La naturaleza se mantiene a un margen, educada, sabedora de que su victoria final es segura, con el Tiempo como aliado. A veces salto la tapia del cementerio, para andar por sus estrechas calles silenciosas; una versión en miniatura de su hermana mayor, la ciudad. Y me tumbo sobre cualquier lápida, entre el fragante dulzor de las flores. Observo que por encima otro negro abismo nos contempla con infinitos ojos blancos y comprendo el miedo, el vértigo, la necesidad de no ver, de obviar el marco y fijarse en la minucia… pues entre abismos flotamos.
Algunas madrugadas de invierno, sentado en un portal al refugio de la lluvia helada, pienso en los durmientes. En todos esos miles de durmientes que se apilan en los pisos, unos sobre otros, tan parecidos a panteones. Pienso en sus vidas de patrón fijo, como ollas a presión con pequeñas válvulas de escape, en sus rutinas y mentiras interiorizadas, en sus ilusiones de colores y artificio, en sus metas de felicidad que son como el opio para el moribundo. Pienso en su sueño intranquilo, cuando las luces del teatro se apagan, y casi puedo escuchar miles de palas al unísono, cavando… cavando…
Y en los fines de semana ocurre algo curioso. Los jóvenes se definen enfrentando la noche, rebelándose contra sus padres y todo lo que representan, aunque la mayoría terminará imitándolos a pies juntillas. Afrontan así su inmadurez, sus miedos, la presencia de la pala que ya empieza a roer la carne, el puente que cruza el vacío entre el niño y el adulto. Por lo general, siempre en grupo, acompañados por el alcohol que enmascara la cobardía bien conocida, vocean estúpidamente haciendo notar su existencia, su importancia, despertando a esos adultos que tan lejos están, que jamás llegarán a ser… y la noche les responde con la gravedad de un silencio intemporal, abrumadora en su infinitud, provocando ecos siniestros en el pozo interior que se agranda, invisible. Algunos tímidamente intuyen que esos ecos llegan de voces del futuro, de los horrores que les aguardan pero que aún no pueden comprender.
Sé que una de estas noches pasará una chica, cerca de la casa donde mis padres vivieron y murieron. Yo la aguardaré, durante el tiempo que haga falta, porque sabré quién es en cuanto la vea. Será joven, sí, pero la pala habrá cavado ya más hondo que en muchos adultos. Su sensibilidad la envolverá como un aura y, en la oscuridad de la calle, sus secretos brillarán diáfanos para mí. Ella sólo notará, de súbito, cómo una mano tapa su nariz y boca con firme delicadeza. Serán unos minutos horribles, pero también el pequeño precio a pagar por burlar los largos años de dolor que la pala horadaría en su carne sensible. La recogeré en brazos, y cualquiera que nos vea pensará que va dulcemente dormida, tal vez por haber bebido demasiado. Pensará que ese hombre la ama como jamás lo hizo nadie antes, más que a nada en el mundo, como un padre a su hija.
Ya en casa la despojaré de esas ropas incongruentes con su interior y, muy despacio, la vestiré con un precioso pijama de seda rosa. Abriré la cama perfumada para ella y la acomodaré sobre la blanca sábana. Apartaré con dulzura el cabello de su rostro sereno, rebosante de paz y quietud como la noche infinita. Le daré un beso en su frente, aún infantil, donde ninguna pala volverá a cavar más, que ya no sufrirá ningún dolor. Después me acostaré a su lado, con cuidado para no molestarla, y la rodearé con mi brazo. El silencio y el tiempo nos cubrirán, con su manto de realidad pura e inmutable. Así quedaremos.
Y ya nunca, nunca volveré a estar solo.
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