Esta es la historia de Alfred Smith, un hombre que pasó la vida sentado en su cómodo sillón. Por increíble que pueda parecer en un primer momento, le aseguro a usted que Alfred no era un enfermo mental, ni un excéntrico millonario, y ni por asomo un nihilista convencido. De hecho, Alfred fue una de las personas más vitalistas e inteligentes que he conocido, amén de un gran privilegiado (y no sólo en el aspecto económico): mientras muchos desgastan su vida recorriendo sin descanso el largo y ancho mundo buscando desesperadamente un lugar donde echar raíces y descansar felizmente, sintiendo la tierra bajo los pies como una extensión del propio cuerpo, Alfred encontró a temprana edad ese maravilloso lugar en el sillón principal del salón su casa, trono de la eterna paz y armonía de su existencia.
No faltaron envidiosas voces que, haciendo gala de su incapacidad para comprender aquello que está por encima de uno mismo, acusaron a Alfred de llevar un estilo de vida contra natura, cargado de misantropía y odio a la sociedad. Nada más lejos de la realidad que semejante rumor nacido de la ignorancia: Alfred siempre recibió a sus visitas con sincera alegría y una educación casi protocolaria, rebosante de respeto. Tal vez no fuera un filántropo en el más amplio sentido del término, pero sin duda lo fue en mayor medida que aquellos que cargaban sus iras contra él.
Imagínese usted las características de aquel sillón en el que un hombre deseó pasar su vida entera. Si el dios Confort estuvo alguna vez sobre la Tierra, fue este sillón su providencial encarnación. Sólo hubiera podido pedírsele que diera conversación a su ocupante, mas esta carencia se perdonaba en virtud del onírico descanso que indefectiblemente se obtenía a voluntad en su seno. Tal era su perfección que incluso estaba equipado para aliviar cualquier necesidad evacuatoria del organismo y proporcionar los medios e instrumentos para un correcto aseo personal. Cuando se sentía aventurero y con ganas de ver mundo, Alfred daba algunas vueltas alrededor de su querido sillón, para volver al poco tiempo (carcomido por el recuerdo y la nostalgia) al amor de aquellos brazos que le esperaban siempre abiertos. Jamás se alejó más allá de dos metros de insufrible distancia.
Un hombre sin recursos económicos no hubiera podido mantener semejante actividad vital por más tiempo de las dos semanas de vacaciones estipuladas en su contrato laboral. Pero el dinero no era motivo de preocupación para Alfred (tal vez en esta actitud podría hallarse la causa de su desmedido amor por la filosofía). La trágica muerte de sus padres en el transcurso de un vuelo transoceánico que nunca llegó a su destino dejó en sus tiernas manos de infante el control de un fabuloso imperio comercial forjado durante varias generaciones. Era fascinante comprobar en persona como, con la ayuda de un simple teléfono, Alfred dirigía el futuro de su monstruo económico sin apenas cambiar de postura. Parecía un faraón perdido en el siglo XX, menos megalomaníaco y rotundamente mejor acomodado.
Cuando el viejo mayordomo de los Smith murió, yo pasé a ocupar su puesto. Apenas superaba la treintena por aquel entonces. Tuve mucha suerte. El embrutecedor trabajo que esperaba encontrar no fue tal en modo alguno. Yo diría que mis funciones se limitaban casi exclusivamente a representar con mi presencia en su hogar al género humano. Era una excelente persona, aprendí mucho a su lado. A menudo me invitaba a entablar enriquecedoras conversaciones sobre multitud de temas, y con el tiempo fuimos grandes amigos. Así fue como conocí la historia de su vida. Creo que él me la contó con más objetividad de la que yo estoy empleando para contársela a usted. ¿Quién podría dudar de su calidad humana? Todo eran elogios cuando sus palabras rescataban del olvido la memoria de su anterior mayordomo, Abraham Wakefield, que en paz descanse. Jamás el cuerpo de un mayordomo recibió tan majestuosa ceremonia fúnebre. Por ello es famoso el mausoleo Wakefield en el mundo entero.
En una ocasión le pregunté cómo era posible que un hombre tan excelso estuviese solo, ¿acaso por no haber encontrado a lo largo de su vida a la mujer adecuada? Su rostro adoptó entonces una expresión de paciencia autoimpuesta. Se apoyó sobre los brazos del sillón mientras recorrió con los ojos las paredes de su amplio salón. Después me miró fijamente arqueando una ceja. Al momento me sentí completamente estúpido, bajé la mirada y no dije nada más.
Era una persona cultivada, que duda cabe. La lectura empedernida era uno de sus escasos vicios perpetrables, dado que la lista se reduce considerablemente para aquellos que, por la razón que sea, no hacen uso de su capacidad de desplazamiento por largos periodos de tiempo. Aún recuerdo la conclusión de su “bienio sabático” (1956-57)… fue horrible, sus piernas quedaron soldadas formando una cruz griega casi perfecta, y todo por culpa de ese maldito Nietzsche y sus libros de reposada digestión. Su biblioteca particular albergaba volúmenes por millares. Podía leer ininterrumpidamente durante horas, hasta el extremo de quedar dormido con los ojos abiertos. Algo sobrenatural, pienso yo. Afirmaba que nunca leía, sino que se comunicaba directamente con los autores mediante la interpretación del texto y posterior emisión de su parecer por contacto entre las palmas de sus manos y la cubierta del libro en cuestión. La reacción del autor materializado en papel impreso no se hacía esperar. Si las posturas de Alfred y el autor eran contrapuestas, el libro volvía satisfecho a su lugar reservado en los estantes de la biblioteca.
La discusión más virulenta que recuerdo fue la que sostuvo con Santo tomas de Aquino. Tras recibir una prolongada serie de improperios encadenados en progresión geométrica, el santo perdió su paciencia y nos abandonó para siempre. El recuerdo de su despedida aún se conserva representado en cientos de esquirlas de cristal incrustadas en las paredes y techo del salón. Milagrosamente, Alfred no recibió ninguna.
Sus últimos años fueron tristes, tal vez más conscientemente para mí que para él. Su deterioro le distanció de las personas. No recibía visitas y apenas si hablaba conmigo. Sin embargo, susurraba constantemente a la atenta oreja izquierda de su sillón, como si sólo él pudiese comprender lo que decía. Tardé casi un día en descubrir que estaba muerto y no enfrascado en el repaso de la “Divina Comedia” de Dante, haciendo caso omiso a mis palabras. En su generoso testamento no olvidó a nadie, ni siquiera a mí a pesar de la cercanía, y su última voluntad se llevó a efecto. En íntimo funeral recibió sepultura, un atardecer de otoño. Y como no podía ser de otro modo su sillón se fue con él, más que nada, ante la imposibilidad física de separar lo que toda una vida d simbiosis excepcional condujo a crear al primer ser-sillón híbrido de la historia natural. Puedo asegurarle que jamás vi ataúd de tan bizarras proporciones.
Algunas tardes, cuando descanso en mi sillón favorito mirando el paisaje por la ventana, me vienen a la memoria las palabras grabadas en la lápida de Alfred:
“La vida es corta, tan corta que puede usted pasarla sentado plácidamente en su sillón”.
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