Aquella tarde un sol espléndido brillaba en un cielo despejado de nubes. Los dos hermanitos se perseguían alegremente por entre las altas hierbas de la planicie, mientras sus padres descansaban a la sombra de un viejo roble. Repentinamente, el menor de los hermanos tropezó y cayó rodando por el suelo con un grito entrecortado; su desconsiderado perseguidor apenas podía mantenerse en pie mientras se deshacía en carcajadas ante semejante demostración de torpeza. El pequeño se levantó sin molestarse siquiera en intentar ocultar la humillación que sentía y, sobreponiéndose al dolor que recorría sus magullados antebrazos, se dirigió resuelto a castigar con un puntapié al objeto que había sido responsable de su caída. Cuando se encontró frente a él, exacerbado por las incesantes carcajadas de su hermano, y dispuesto a descargar su irreflexivo castigo, algo le detuvo. Sus ojos se abrieron como platos. ¡Papá! ¡Papá, ven deprisa a ver esto! –gritó el pequeño, visiblemente alarmado.
El hombre dobló el periódico que estaba leyendo y lo dejó a un lado, incorporándose pesadamente y no sin cierta desgana.
–Voy a ver que tesoro campestre han descubierto esta vez –dijo el señor Mayers a su esposa, dirigiéndole una sonrisa cargada de complicidad.
Sus hijos se encontraban paralizados en medio de un silencio sepulcral, con la mirada clavada en un punto del terreno que no alcanzaba a ver. Cuando llegó junto a ellos, la expresión de su rostro experimentó una indescriptible transformación.
–No… no os acerquéis –dijo con voz temblorosa, retirando a sus hijos por lo hombros– puede ser peligroso, una… una bomba o… algo así.
Una aterradora voz interior murmuraba al pobre señor Mayers –mientras intentaba poner el coche en marcha– que aquello podría ser cualquier cosa… menos una bomba.
La sala de reuniones era reducida y sin ventanas. Su tenue iluminación acentuaba el efecto claustrofóbico que parecía transmitir de forma natural. Todo el mobiliario quedaba limitado a una amplia mesa oval en su parte central, flanqueada por sillones idénticos de cuero negro. Cinco sujetos permanecían de pie junto a los sillones con las manos a la espalda, mirando en silencio la opaca vitrina que descansaba sobre la mesa. Un hombre uniformado, de facciones afiladas, entró en la estancia; la pesada puerta de metal se cerró automáticamente a su espalda.
–Siéntense, caballeros –dijo el recién llegado, mientras ocupaba su sitio.
Allí se encontraban reunidos los máximos representantes de las más altas instituciones del país. Este hecho extraordinario obedecía siempre a razones no menos extraordinarias. La intranquilidad que se adivinaba en cada rostro estaba sobradamente justificada; incluso el temor no hubiese desentonado lo más mínimo en semejante circunstancia.
–Ante ustedes, el motivo de nuestro encuentro –anunció el portavoz mientras pulsaba un botón oculto en la cara interior de la mesa.
Gradualmente, la opacidad de la vitrina fue tornándose en reveladora transparencia. En su interior reposaba un cráneo de acero azul cromado, cuya fisonomía imitaba la forma humana, aunque sin ajustarse del todo a la realidad. En las cuencas de sus ojos brillaba un inconstante fulgor carmesí. La perplejidad sustituyó a la seriedad en el rostro de los presentes. Lo que estaban contemplando escapaba a toda experiencia y conocimiento adquirido por el Hombre desde su génesis. Sus rasgos comunicaban una grotesca burla del aspecto humano, y no un deseo de semejanza; o al menos así lo percibieron sus turbados observadores. Aquello no era humano. Nadie podría negarlo, parecía estar escrito en aquel brillo refulgente, inquietante, absolutamente ajeno…
–Este objeto –comenzó el hombre uniformado– fue hallado casualmente por una familia a las afueras de la pequeña localidad de Orlane, en el estado de Arkansas. La familia alertó a las autoridades locales sobre la existencia del extraño artefacto. Fueron congratulados y gratificados económicamente por su labor –y su silencio– en pro de la seguridad nacional. Se tranquilizaron sus conciencias informándoles sobre la naturaleza del objeto: oficialmente, se trata de un instrumento explosivo utilizado por ciertos grupos terroristas. Esperamos que el hecho no transcienda a la opinión pública.
Puedo leer en sus ojos, caballeros; y lo que están pensando es rigurosamente acertado –inquirió. Este objeto no es un producto más de la actividad humana. Nuestros servicios de inteligencia y espionaje aseguran que ningún país sobre la faz de la Tierra dispone de la tecnología necesaria para desarrollar un ingenio de tales características. Ni siquiera nosotros, con nuestros actuales medios, podemos soñar con imitar su compleja estructura interna. Pueden ustedes hacerse una idea de las repercusiones que todo esto conlleva. El más absoluto secreto sobre este asunto adquiere trascendental importancia si queremos evitar incontrolables estallidos de pánico e histeria en la población mundial. Debemos conocer a qué nos enfrentamos con la mayor rapidez posible, antes de que pueda ser demasiado tarde –dijo apartando la mirada de aquel enigma metalizado–. El primer análisis de nuestros científicos revela que los componentes que conforman el objeto se basan en metales desconocidos en una proporción aproximada al setenta por ciento total de su masa. Su parte interna parece indicar de forma inequívoca la existencia de un centro neurálgico de procesamiento o cerebro cibernético. Tal es el grado de miniaturización e interconexión reticular de la circuitería, que podemos declarar ya nuestra incapacidad a la hora de desvelar todas las funciones para las que este prodigio de la ingeniería fue concebido en origen. Nuestros mejores hombres de ciencia comenzarán inmediatamente su análisis en profundidad. Esperamos obtener datos clarificadores relativos a su naturaleza, origen, operatividad… ahora es el momento.
El señor Mayers contemplaba el violento espectáculo que se desarrollaba sobre el panel virtual con ojos distantes desde su sillón en la salita de estar. Sus pensamientos eran confusos e intranquilos, sin seguir una línea de razonamiento concreta, tal vez evitando hacer acopio de preguntas predestinadas a carecer de respuesta. Algunos acontecimientos parecen grabarse a fuego en la memoria, hipotecando la libertad de pensamiento futura de quien los ha vivido, irremisiblemente condenado a volver la mirada por encima del hombro hacia el brillo de esos sucesos que, aun en su irrelevancia, son extraordinarios; y para el señor Mayers, el color de ese brillo era…
Un ronco bramido despertó al padre de familia de sus ensoñaciones. Con un sonoro bufido, su hijo pequeño arrojó lejos su mando de control remoto, evidencia de la no aceptación por su parte de la superior pericia como jugador de su hermano mayor, que reía estruendosamente para así remarcar mejor el contraste entre victoria y derrota. El monstruo de dos cabezas exhibía triunfal los restos ensangrentados del caballero muerto dentro de su inservible armadura.
Habían transcurrido siete meses desde la última vez que aquellos hombres electos se reunieron en torno a la mesa oval. En esta ocasión, ante ellos se mostraban diseños informáticos y una larga serie de documentos de apariencia criptográfica. Siete meses de trabajo intensivo se condensaban en este material, indescifrable para los expectantes convocados. El hombre uniformado que dio a conocer el fenómeno durante la primera reunión se encontraba también entre ellos, pero sus ojos revelaban claramente que era sólo su cuerpo el que permanecía allí sentado. Se diría que habían pasado siete años, y no siete meses, para aquel hombre visiblemente cansado, cuyos cabellos habían comenzado a encanecer prematuramente.
En la pared opuesta a la puerta de entrada, una pantalla plana iluminaba tenuemente la sala con su atractiva luz violácea. Junto a ella se encontraba Rob Wallace, ingeniero jefe de sistemas. Alto y enjuto, su rostro poseía una palidez casi enfermiza, que contribuía a resaltar la presencia de las dos medias lunas oscuras asentadas bajo sus párpados inferiores. Le temblaban las manos.
Con un forzado carraspeo, Rob inició su alocución:
–Me veo en la obligación moral de prevenirles ante lo que están a punto de ver y escuchar. Con este descubrimiento la humanidad comienza una nueva era. Toda nuestra Historia ha sido la vida de un niño ignorante, cegado en su mundo de juegos pueriles. Ante nosotros acaba de revelarse la realidad que desvanece el suelo bajo nuestros pies. Volveremos a empezar desde cero, y el tiempo que necesitaremos para asimilar el cambio no puede ser calculado; tal vez esté incluso fuera de nuestra humana capacidad el poder aceptarlo –dijo con voz mortecina.
Hemos alcanzado el límite de nuestros actuales conocimientos científicos en el análisis del artefacto y sólo hemos conseguido encender un pequeño fósforo en un universo de misterios. Ahora conocemos la existencia de nuevos elementos químicos en la naturaleza –al menos nueve más–, conocemos metales capaces de soportar temperaturas y presiones colosales, conocemos una fuente de energía literalmente inagotable basada en, lo que creemos, principios de re-estructuración atómica y –con todo lo que ello implica– ahora tenemos la prueba tangible de que el hombre no está solo en el universo ni éste fue creado precisamente en su honor. La inteligencia humana se encuentra a niveles celulares en comparación con la de esta… especie, pues nuestros datos auspician un potencial máximo inaprensiblemente aterrador. Ignoramos si podemos hablar de vida con base inorgánica o producto artificial de una inteligencia aún más desarrollada. Hemos llegado a la conclusión fehaciente de que el ejemplar en nuestro poder no es único, sino que forma parte de un grupo racionalmente organizado. Podemos deducir que su llegada hasta nosotros ha sido un hecho accidental, consecuencia de causas que desconocemos, puesto que esta cabeza parece haber sido desprendida del cuerpo que necesariamente poseía para cumplir sus funciones. Cuenta con canales perceptivos análogos a nuestros sentidos humanos a excepción de olfato y tacto, además de un completo sistema sensorial encargado de medir diversos parámetros del entorno: radiactividad, temperatura, composición química del aire… entre otros, que indican una excelente capacidad de adaptación al medio. Centramos el curso de la investigación en el procesamiento de la información que llevan a cabo estos seres cuando descubrimos la existencia de bancos de memoria. Este proceso implica un elevado número de interacciones entre elementos internos, muchos de los cuales escapan a nuestra comprensión respecto a su funcionalidad. Por esta razón, pronto temimos ser incapaces de descifrar los datos contenidos en los bancos de memoria. Sin embargo, esta vez la suerte ha estado de nuestro lado, puesto que hallamos las evidencias que nos permiten afirmar que el almacenamiento de la información se efectúa a través de un sistema jerárquico de códigos, donde un código base estructura y da sentido, en forma esquemática, a los datos recogidos; y sobre esta línea esencial, un número aún no determinado de códigos superpuestos en creciente complejidad, reestructura la información básica añadiendo nuevos datos que, suponemos, facilitan la significación e interpretación de la información recibida. Sorprendentemente, el código base guarda grandes semejanzas con nuestro código binario. No sin grandes dificultades hemos conseguido decodificar este lenguaje cifrado, traduciendo los datos según lo que nosotros creemos que puede ser una significación aproximada de la información almacenada en uno de los cientos de bancos de memoria identificados.
Todos los asistentes permanecían paralizados en completo mutismo. Entendían todo lo que escuchaban, pero parecía demasiado extramundano como para poder ser inequívocamente cierto.
–Este es el mensaje encontrado y nuestra interpretación del mismo –anunció Rob con solemnidad. Y la pantalla de luz comenzó a mostrar unos signos ininteligibles que traducía con claridad una monótona voz robótica:
–Unidad: B4X63-X1/73LN-4/K-M27-B
–Archivo cronológico: AN3-N4-X4
– (Frase incomprensible)
–Contenido:
“Llegada. Planeta formado. Comprobación directa positiva. Condiciones idóneas. Último análisis célula primaria correcto. Implantación célula primaria en hábitat óptimo. Inicio del establecimiento en colonia subterránea. No intervención en proceso evolutivo. Recogida de datos. Seguimiento continuo del proceso. Inicio de actividades pre-fijadas. Primer paso evolutivo correcto acorde pautas establecidas. Variables bajo control. Aparición saurópodos. Especie dominante. Detectadas deficiencias genéticas. No adecuación al plan original. Previsible desequilibrio recursos futuros. Evolución cognitiva anómala. Comprobación datos positivos. Valoración global insuficiente. Necesaria intervención directa. Dispuestas medidas eliminación. Eliminación finalizada. Primer segmento letárgico. (Frase incomprensible). Múltiple diversificación especies. Homogéneo nivel básico cerebral. Ausencia manifestaciones psicoactivas extraordinarias. Red colonial subterránea concluida. Análisis banco genético planetario finalizado. Intervención para reajuste genético acorde plan general. Reajuste correcto. Segundo segmento letárgico. (Frase incomprensible). Indicios de actividad cerebral nivel secundario. Aparición Australopiteco. Características psicofísicas acordes al diseño específico original. Análisis interacción ambiental. Especie dominante. Evolución adecuada. Ejercicios de experimentación reactiva. Ayuda tecnológica. Iniciadas pautas directivas. (Serie de frases incomprensibles). Preponderancia instintiva. Desarrollo civilizaciones nivel básico. Detectadas graves deficiencias. Desequilibrio estructural instintivo-cognitivo. Incapacidad gestora manifiesta. Variables fuera de control. Previsible extinción. Proceso Dicotómico terminal. Insuficiencia general. Confirmado reinicio secuencia. Códigos genéticos representativos archivados. Intervención directa innecesaria. Esperando autoeliminación”.
Algunas noches, el pequeño de los Mayers se despertaba aterrado a altas horas de la madrugada, sobre su lecho empapado en orina y llorando sin saber por qué. Cuando su madre llegaba para calmarle, sólo podía recordar una vorágine de visiones difusas, de las cuales guardaba impresiones mínimas: un sol rojo brillando en el lugar que debería ocupar la luna, un caballero medieval gritando mientras se atravesaba el pecho con su propia espada, bañándolo todo con su sangre y, especialmente, el eco de una carcajada que se perdía en la inmensidad de espacios cerrados que no conocía.
En el más profundo cubículo del laboratorio subterráneo, dentro de la oculta caja de seguridad, un inconstante fulgor carmesí iluminaba la oscuridad.
Esperando…
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