No importan los pasajeros momentos de alegría y tristeza. No importan los conocimientos adquiridos, las experiencias que me enriquecieron, los logros alcanzados, las relaciones significativas que me unieron al mundo, todo lo material que alguna vez me pudo ilusionar…
Aunque fuese la propia esencia de mi vida, todo quedó reducido a un puñado de lejanos recuerdos intranscendentes. Frívolas memorias que germinaron en un inmaduro sustrato de la existencia. Huesos rancios.
He olvidado todas las caras, todos los nombres… no puedo recordar ni una sola línea de conversación de las millones con las que ensucié el silencio.
Pero nada, nada de eso importa ya. Todo ha sido un errático camino hasta alcanzar el único momento que dota de sentido a este cúmulo de vacío arrastrado por el tiempo. El momento de la iluminación trascendental.
La plena consciencia de que me estoy pudriendo. Mi cuerpo se pudre segundo a segundo, sin que nada ni nadie pueda detener esta condena a muerte, y con él mi mente y todo aquello que he sido. Porque no hay alma, ni ego, cielo o infierno, ni ninguna otra cosa que no sea este cuerpo, que lo sobreviva, por más que las milenarias creencias quieran servir de alivio a esta cruda realidad. Para quien toca esa oscuridad abrasadora, ya no hay vuelta atrás. Las implicaciones, como una bandada de cuervos que ocultasen el sol de la inconsciencia, te acompañarán para siempre. Los gusanos de la verdad devorarán cualquier brote de autoengaño o inocencia. Has muerto antes de tiempo, aunque sigas vivo.
Todos los senderos conducen al infinito océano de agua helada donde desapareceremos.
Y no importa nada de lo que puedas decirme, de lo que puedas intentar hacerme creer, bondadosa, pero patéticamente, para ayudarme. Porque he visto la realidad que subyace bajo todas las defensas.
Sé que me pudro.
Nos pudrimos.
Y eso es lo único que importa.
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